sábado, 30 de noviembre de 2013

Singapur y nosotros los piratas




En la biblioteca del Liceo de Puriscal encontré, hace ya muchos años, mi primer libro de Emilio Salgari. Ese mismo año había leído Marcos Ramirez , esa inolvidable novela épica costarricense, y Marcos, el protagonista, era un lector empedernido de Salgari, seguidor del Corsario Negro y de Sandokán.

Este último me guió durante muchos años por los mares de Indonesia, Singapur y Mompracén. La mítica isla pirata, refugio de los forajidos enamorados, que podían viajar miles de kilómetros para  encontrarla a ella. Precisamente el amor de Sandokán por “la perla de Labuán" me llenó el pecho de ansias, deseos de aventura, de mares ajenos y de ojos esperanzadores. Consumí esos libros en aquellas bibliotecas, que fueron los primeros puertos que conocí. Puertos que igual comunicaban con un sueño, una aventura o una historia. 

Aterrizando en una madrugada de naranja violento pude ver el puerto y el estrecho de Singapur. Lleno de barcos a la espera. Colgando de la piel del mar, muchos estaban parados o lo que en el mar se puede llamar detenido, que no es sino un moverse siempre y poco en todas las direcciones. Pensé en los nombres que algún día me visitaron, con la alegre impunidad de las páginas de un libro: Mompracén, por supuesto, la isla de los piratas; Borneo, Indonesia, las Islas Romades…



Entonces recordé mis ansias y deudas de pirata y de marinero, que me han llegado siempre como un recuerdo Proustiano, de golpe, sin esperarlos, quitándome el aire y la sensación de tiempo:

La ciudad de Panamá, la de verdad, la que está en el sustrato de los rascacielos. Esa que se ve en los viejos balcones del casco viejo, que se resisten a la pintura y al decorado kitsch con que hoy le quieren dar un aire de Caribe sofisticado. La de los barcos que también esperan para llevar su carga por el mundo, mientras al lado, como si fuese García Marquez quien los mira, unas carabelas se bambolean en la noche sin tiempo. La ciudad  donde se puede sentir al pirata Morgan arrasando las calles o a los asesinos de verde olivo que destruyeron barrios y mataron a miles con aviones invisibles y proyectiles para las guerras del futuro.

La suave línea del Caribe, donde aparece de pronto la Ciudad de Portobelo. Otro recodo de piratas y comerciantes, que vive plácidamente del recuerdo, de las ferias donde confluyeron nuestro sur y norte, para llevárselo todo. Frente a la bahía muchos dicen que está el ataúd de Francis Drake, el pirata noble de la reina Isabel. Si uno mira fijamente ese mar parece que cualquier momento volverá a aparecer. Drake, el que quemó Rioacha y dio vida al pueblo condenado a Cien Años de Soledad.

El Atlántico en Cap Haitien, con la isla de la Tortuga al frente. El lugar mítico de tesoros y batallas, donde algún día el Corsario Negro planeó el ataque de Maracaibo, por amor a la hija del gobernador.

Caminando por Singapur
Cartagena de Indias, la Ciudad de Colón o Puerto la Cruz, en Venezuela. La poesía de Pablo Neruda, que decía “amo el amor de los marineros”. Sitios y poemas que esconden historias, para uso exclusivo de quien no le tiene miedo a la ilusión o a la utopía.

Cuando llegué a Singapur me quedé esperando a mi amigo y colega, Nuno de Castro. Un portugués trotamundos con quien saldría en unas horas para otra isla llena de historia, Timor Oriental. Entonces recordé al lugarteniente y mejor amigo de Sandokán: Yánez, el portugués, prototipo de pirata y héroe sin continencia. Así que, acompañado de la casualidad, muchas veces urdida, más que encontrada, el portugués y yo nos fuimos por el mar de los piratas.


Como casi siempre, una de Serrat:






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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis







¿Futura lectora de novelas de piratas?


jueves, 21 de noviembre de 2013

Timor Oriental, por la ruta del sándalo




No nos dejaban hablar portugués, ni inglés. Hablábamos Tetum y querían que habláramos en Bahasa. La gente tenía miedo porque hasta el vecino podía soplar la información a los soldados, cuenta Sérgio en un caluroso restaurante en la ciudad de Liquiça. Ahora dicen que el país está progresando, pero cuando vemos la realidad local, la situación es otra...

Un recuerdo del período indonesio, aún colgado de una pared en el Ministerio de Solidaridad Social
La invasión de Indonesia a Timor Oriental es uno de los hechos más impunes y violentos del siglo XX. Con la complicidad de los Estados Unidos y de Australia, las tropas indonesas desembarcaron en la isla y a punta de balas y de napalm de fabricación soviética – contradicciones y descaro de la guerra fría – contuvieron el deseo de independencia de esta pequeño país del sureste de Asia. Miles de muertos fueron el producto de bombardeos indiscriminados y de una represión sistemática.

Timor-Leste, Timur timur, o bien Este-este, es uno de los países más recientes del concierto internacional. Conquistado primero por los portugueses, quienes llegaron a la isla a explotar la madera de sándalo, y controlado después por el rey español, en tiempos de la corona integrada de Portugal y España, la isla fue después ocupada parcialmente por los holandeses. Al final, el territorio se partió en dos (o tres por el enclave de Oecussi, territorio oriental que quedó en medio de la parte Indonesa).


Después de décadas de ocupación, un referéndum consolidó la autonomía del país hace solo diez años.

En mis años de trabajo en África, en países considerados “jóvenes” (Angola, Mozambique o Cabo Verde), siempre he vivido con intensidad el hecho de sentir el paso y la huella de la colonia en la vida diaria. Las cortinas de la casa del gobernador portugués, que dejó olvidadas al huir de ultramar, o la nostalgia eventual de algunas personas habituadas al orden europeo y a la estructura de gobierno donde las decisiones se tomaban en tierras lejanas. En América Latina la colonia es tiempo viejo, se lleva en la historia, en la configuración de las naciones, pero definitivamente no en la vida cotidiana.

En Timor-leste esta sensación es aún más fuerte y dolorosa. No solo la colonia portuguesa, que al igual que en la mayoría de países lusofonos, con la excepción de Macao, se acabó con la Revolución de los Claveles en los años 70, sino las décadas de ocupación, se encuentran grabadas en la piel y los recuerdos recientes de la gente que, como Sérgio, transitan hoy un período de transición y consolidación de la autonomía de gobierno. No de la identidad, porque precisamente la población timorense siempre guardó  y defendió su derecho a ser y definirse como país.
 
La ciudad de Dili se asienta, bajo el calor y la humedad del trópico asiático, a lo largo de la Bahía de Timor. Pequeña, segura y ordenada, sorprende al mirarla y al sentirla. El mercado principal de la ciudad no se parece en nada a los que conozco en otros países. Lejos del caos de verduras y animales vivos o listos para comer, en Dili y en los pequeños mercados locales, todo está ordenado, con primor, casi podría decir que con cariño.

Esta cortísima visita a Timor Oriental he podido observar una diversidad que aún parece estar en un caldo de cocción a fuego lento: una población católica ferviente, con procesiones al Cristo Rey que domina la Bahía y con imágenes omniprescentes de la Virgen de Fátima que traen la nostalgia de Portugal; una sociedad tolerante, donde homosexuales y travestis no solo caminan la ciudad sin agresión, sino que son parte vital de ceremonias locales y de la vida en comunidad; la presencia china, al igual que en África,  visible en el comercio de la calle y en las nuevas obras de infraestructura que el descubrimiento de petróleo y gas están financiando; y el colorido de un país que se construye a si mismo, sin arrogancia ni demasiadas pretensiones, pero con mucha convicción de su futuro.


Neymar, con la camiseta de Messi!
















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Luis Rolando Durán Vargas
® América Latuanis

Algunas imágenes de Dili y Liquiça



Una isla llena de playas de arena blanca



Visita de estudio a una zona inundable en el distrito de Liquiça



sábado, 2 de noviembre de 2013

Tierra dura... no perdona

Tierra dura, calcinada por el sol; barro seco, 
no ve lluvia, no da flor. Horizonte que se pierde 
entre el calor del desierto, de amargura es su color. 

(Rubén Blades)

En la provincia de Kunene, en Angola, el agua pareciera ser alguien con voluntad: el río, los canales y los ríos tributarios. Un buen día pasan llenos, anegan y se desbordan con fuerza. Entonces, miles de personas sufren y decenas pierden la vida, arrastrados por la corriente o  ahogados por algún paso mal dado en la gigantesca laguna en que se convierte la región.



Hoy es todo lo contrario, estamos al otro lado del ciclo: más de 400 mil personas son afectadas por la sequía. Un dramático déficit de agua que hace que el suelo respire polvo, que el fondo de lagunas y otros depósitos se quiebren como una barra de chocolate, dejando fisuras que atestiguan y recuerdan la sentencia del agua infiltrándose, yendo a los depósitos subterráneos o fluyendo hacia el mar por entre las fisuras de la roca. Para alcanzar esa agua ya no basta cavar los pozos típicos, que aquí se llaman chimpacas, de 30 metros de profundidad. Hay  que multiplicar por 10, la profundidad y el presupuesto.

Antes de salir de la ciudad de Ondjiva, capital de la provincia, los efectos de esta sequía son más que visibles: canales y represas que antes contenían el agua ahora son canchas de fútbol, polvorientas y extensas, llenas de niños que siempre saben como usar la alegría. Muchos de ellos antes tenían un negocio a la orilla del canal: lavar carros. Hoy no hay agua para lavar, así que el negocio simplemente desapareció.

Pasamos por Anyanga y comenzamos a adentrarnos en la región de Nekamta. La ruta tiene una capa de polvo acumulada que se levanta con la velocidad y los saltos que a cada rato debe dar la camioneta. A su lado se observan los cercados de casas tradicionales (Kimbos), donde las familias se acomodan. Viven acuerpándose, protegiéndose e intentando producir juntas. Afuera, los sembrados de masango se han secado por completo y la gente no tiene que comer. El ganado tampoco. El capim (zacate) no está. Todo está seco y la tierra no da más que piedras y arena.

Los propietarios del ganado deben hacer largas peregrinaciones buscando el agua. Después hay que dar otras igual de largas para encontrar comida. El ganado no aguanta y muchas veces muere. En una región, me dice mi colega y amigo Paulo Calunga, pueden morir 3 o 4 cabezas diarias, por hambre y sed.

Avanzando por esta ruta nuestro transporte se dañó y no pudimos avanzar más. Nos quedamos ahí, a las 10 de la mañana debajo de un sol que quemaba y de un suelo que le hacía compañía. tragando polvo y tiempo. Al lado del camino, mientras buscábamos una salida, encontramos una familia que comenzaba a destazar una vaca. Precisamente acababa de morir de inanición. La destazaron ahí al lado del camino y toda la familia participó. Le sacaron lo que pudieron y se la llevaron. Los niños saltaban de alegría, contribuyendo en el proceso, que, finalmente, llevaría algo de comer a los platos.


Cuando se fueron nos dijeron adiós, con una sonrisa profunda.

En esta región, el ganado no se cría con fines alimentarios, sino que es parte del acervo familiar. El bienestar de una familia, su progreso y desarrollo se mide por la cantidad de cabezas de ganado que tienen. De ahí la paradoja de familias con escasez de alimentos, que no sacrifican su ganado, sino que lo integran en su búsqueda de agua y comida.

Toda la región en sí es una paradoja de exceso y escasez de agua, que determina el gran desafío: aprovechar el agua durante el período de lluvias intensas, administrarla y conseguir que siga disponible para el período seco. El déficit de lluvia no tendría porqué implicar hambre y desolación; el problema no es la falta de soluciones técnicas, que en realidad están disponibles, sino la capacidad de hacerlas dialogar con las estructura cultural de la región. Toca trabajar combinando el diálogo, el aporte de opciones (como alimentos sustitutos de gran valor nutritivo como la yuca o el camote) y sobre todo el abordaje socioeconómico y cultural, que permita a la población adaptarse. Un viejo truco que la humanidad sabe aplicar cuando los que pueden quieren.

Este tipo de ejemplo debe llevar a la reflexión, en África o América Latina, de que reducir el riesgo, adaptarse ante el cambio climático, y en general, mejorar la relación entre las comunidades y el entorno es un desafío brutal. No es una ley o un plan, sino una forma de ver y hacer el desarrollo. Las instituciones que manejan emergencias, o estas nuevas figuras institucionales para la adaptación y la resiliencia, son soluciones compensatorias, que equilibran la falta de decisiones en el núcleo central del problema. Hay un círculo vicioso que nos ahoga, la incidencia y la promoción que devuelve la pelota sin afectar realmente los esquemas de la gobernanza, la respuesta política en forma de entidades ad-hoc remozadas, con el discurso de punta.


Mientras tanto, una familia sacrifica la vaca que se está por morir de sed.

Caminé entre un silencio sepulcral, sobre tierra sin 
frontera, sin final. Desnudo, con mi piel mojada de 
sudor; mi sombra iba tan cansada como yo.
(Tierra dura - Rubén Blades)


Canción inspiradora de Rubén Blades. Es sobre Etiopía, pero la poesía igual vale para esta otra realidad hermana.

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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis
rolandodv@mac.com