Una y treinta de la tarde. Un bocanada de aire caliente entra
por la ventana del carro. No tenemos aire acondicionado y estamos viajando una
distancia corta dentro de la ciudad. La opción es cerrar la ventana y asarse
con la temperatura interna, o abrirla y dejar que la sensación de brisa al menos
elimine la claustrofobia sofocante del calor.
Los ojos se secan y también los labios. La sensación es como
si la piel se estuviese levantando en láminas. Los lentes oscuros comienzan a
quemar la cara y el reloj se pone también demasiado caliente, le daba directo
la luz del sol. Me lo quito y lo guardo, mientras observo el horizonte lleno de
bruma. Con la brisa viene una nube de arena que termina de darle densidad a una
tarde soñolienta y lurda, como dijo una vez José Martí.
El centro de la ciudad de Djibouti se recorre rápidamente.
En primer lugar porque es pequeño, en comparación con la mayoría de ciudades
que conozco (me recuerda un poco a Belize City); en segundo lugar porque su
temperatura incentiva la marcha forzada, y la contemplación rápida de los
atractivos. Al poco rato de estar aquí uno aprende que la dinámica se da entre
las 6 de la tarde y las 11 de la noche. A esa hora la ciudad entra en
ebullición, el mercado y las calles se llenan de gente que circula, ríe, come,
compra, baila, en fin. La interacción no es difícil, uno se siente seguro, la
gente no anda con miedo en la calle y rápidamente te dan la mano, te conversan,
te ayudan a buscar lo que buscás o te tratan de vender un reloj chino a precio
de joyería suiza.
En un tránsito polvoriento y abrasador, de una índole mucho más dramática, miles de emigrantes de
toda la región buscan el acceso a los países del golfo, cruzando el desierto y
cruzando por el puerto de Obock, o contratando lanchas de contrabando a
traficantes yemenitas.
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(foto de internet) |
Conversando con mi colega Idriss sobre las costumbres, y
sobre todo sobre la condición musulmana de la mayoría de la población, me
comenta como Djibouti es un país donde se observan las leyes del Islam desde
una perspectiva mucho más abierta que otros países como Arabia Saudita, donde
las prohibiciones son estrictas y el Estado ejerce control de las leyes
religiosas con represión jurídica. Al aterrizar en Jeddah, hace unos días, la
tripulación del avión insistió repetidamente en la prohibición de entrar al
país con alcohol o carne de cerdo. Acá es más bien una opción que tiene la
gente. Las personas pueden ser practicantes o no, y nada pasa. Por ejemplo, el
alcohol es tolerado y se puede comprar en las tiendas y muchos bares y
restaurantes. Otros te dicen desde la entrada que no tienen bebidas
alcohólicas.

Me
impresiona mucho, y al mirar sus ojos siento que el anonimato o la interacción
con la vida a través de un espacio tan pequeño, desarrolla una capacidad
especial de mirar.
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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis
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