sábado, 11 de agosto de 2012

Haitiando 2012: Grande Saline en la salida del gran Río de l'Artibonite


El gran río de l'Artibonite

Humedad y sal. El atardecer cae sobre una gran planicie llena de arbustos, de gaviotas y de una cantidad de pájaros pequeños que buscan alimento entre los charcos. El suelo es una mezcla de colores entre el marrón y el blanco. El blanco de la sal, un elemento que le da a esta área una característica determinante: en su suelo, en las posibilidades de albergar o no productos para la subsistencia, en la delgada lámina de agua que se queda siempre, como flotando antes de tocar la tierra, en los miles de reflejos pequeños que devuelven las ondas de luz y de calor y lo ponen a uno a sudar sal. Literalmente.
En el centro de la comunidad de Grande Saline

La calle de entrada a la comunidad de Grande Saline resume la descripción del entorno: una corta línea apelmazada, de unos 600 metros que termina en la trasplaya, bordeada por establecimientos variados, como el Tribunal de Paz, la pequeña esquina del banco, la venta de celulares y algo infaltable en casi todo el territorio haitiano: el puesto de venta de lotería, en este caso un verdadero punto neurálgico de la población.  En la ventana, con parsimonia y dedicación, el vendedor de sueños lleva un listado, pulcro y con buena letra, donde están los que le deben, los que han ganado y los que no. Frente a él, una parte de los habitantes del centro se reúne, a dejar pasar el violento calor de la tarde, que les llega directo de un cielo azul abierto y de los reflejos de su suelo blanco. Les basta la incómoda hospitalidad de un banco de madera o una columna del solar donde descansar la espalda. Otros juegan dominó, bajo la atenta de mirada de varios niños, que esperan ansiosos a tener la edad para ocupar alguno de los espacios de los jugadores famosos.



Conversamos con la gente, hablamos  en francés y nos responden en créole. Estamos aquí porque Grande Saline es una zona perennemente afectada por los desbordes del río Grande de Artibonite, que les pasa al lado. La gran paradoja, siempre presente en la historia humana: el río que baja con nutrientes para enriquecer el suelo, también anega y arrasa, con el agua indispensable para sacar el arroz, el banano, la mandioca. Hemos venido a evaluar un sistema de vigilancia de las crecidas del río, que debe también dar aviso a la población para que esta actúe y se ponga a salvo.


Llega, corriendo y muy sudado, el encargado de activar el sistema de alarma, que debería avisar con tiempo a la población, si hay peligro de inundación huracán o tsunami. En sus manos trae un manojo de llaves y nos mira ansioso. Comenzamos a dialogar con él, las preguntas clásicas para saber sobre la formación que le han dado, qué hace falta, si funciona o no el sistema... Al final Pablo le pregunta si el piensa que el sistema de alarma que se ha instalado sirve para algo o no, que piensa él.


Entonces le brillan los ojos y repite varias veces: anpil, anpil, anpil. Mucho, mucho, mucho. Y nos cuenta, con un orgullo que se le desborda, como la gente lo busca y le pregunta por el sistema, para qué sirve, que hay qué hacer. Incluso los viejos del pueblo. Nos muestra la llave que le han dejado, la que le da acceso al sistema de sirenas que tiene una cobertura de casi dos kilómetros a la redonda. Esto le permite apoyar a su comunidad para que esté mejor, para que no se pierda tanto cuando las aguas bravas del río se salen de su cauce.

 
Llegamos a la desembocadura del río. La caída final al mar, ese momento donde todo se indefine, y a veces hay sal o agua dulce, peces de ambos mundos, pequeños camarones que terminan en los concentrados alimenticios. Encontramos un grupo de pescadores y también hablamos con ellos. Una niña nos mira con espanto, no está acostumbrada a “los blancos” y llora detrás de su madre. Sus hermanos son más valientes y vienen a jugar y pedirnos fotos.
El pescador nos cuenta, como sobreviven, que pasa con su comunidad. Si escuchamos la sirena sabemos que hay que hacer algo, que hay que prepararse, pero no sabemos bien qué. Solo que debemos poner nuestras familias a salvo. Si nos ayudaran un poco más, explicándonos bien como actuar, entonces nuestra comunidad sería más segura.

Hace muchos años, la primera vez que vine a Haití, un funcionario internacional me dijo: en este país no hay comunidad. No se puede trabajar con ellos. Esa afirmación me chocó y desde el principio pensé que ese funcionario probablemente no había siquiera intentado entender la sociedad que según él quería apoyar.

Después, sobre todo con el terremoto, volví a escuchar este argumento muchas veces. Prejuicio de quienes vienen con una idea preconcebida a intentar embutirle a una población que no conocen, su medida propia de la felicidad, su aburrida puntualidad, útil para quienes valoran el tiempo por el precio que se les paga. Esta visita a Grande Saline me reafirma, una vez más, como la comunidad haitiana tiene sus propias claves, que les han permitido sobrevivir por siglos, y que serán sin duda la única forma para construir un mejor futuro.

El reto para quienes queremos de verdad apoyar a Haití es poder bajarnos de nuestras posiciones confortables, y continuar dialogando y entendiendo, hasta sincronizar el ritmo y las intenciones.





  



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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis

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