Fecha: 8-2012
Ruta: San José – París – Jeddah – Djibouti
La llegada a Jeddah es impresionante. Volamos sobre el desierto, a la caída de la tarde, y por la ventana se aprecia ese paisaje árido, a primera vista monocromo, pero al rato lleno de sombras y tonalidades. Un rato después estamos sobre el Mar Rojo y las costas de la Península Arábiga comienzan a mirarse. La aproximación a Jeddah muestra una serie de islas en un océano de azul metálico. El sol le da una tonalidad naranja al suelo y se refleja de igual forma en los edificios de la ciudad. Minutos después salimos para Djibouti, un viaje de casi dos horas que me trae por primera vez a esta parte del mundo.
Al día siguiente comienzo a explorar un poco la ciudad. El
calor, del que tanto me hablaron, es en efecto insoportable. La noche anterior,
al llegar, la temperatura era de 37 grados. Ahora, durante la mañana estamos a
39 y llegará a 42 al mediodía. La sensación térmica de 56. Ni siquiera sabía
que era posible en una ciudad.
En la tarde, salgo a buscar donde comprar un teléfono
celular. La ciudad no tiene una estructura que me sea familiar. De hecho, el
calor parece marcarlo todo, la determina. No hay gente en la calle y por toda
parte se ve como aprovechan cualquier sombra. Al mediodía todo se cierra y
vuelve a abrir hasta después de las cuatro. La gente se escabulle, camina
rapidísimo, posiblemente para buscar la sombra, o mejor aún para quedarse
quietos.
Alguien del hotel me ha acompañado, Hawa, una señora de la
limpieza que primero me dio la dirección y después, sospechando que me iba a
perder, se ofreció a acompañarme. La gente aquí es de una amabilidad en vías de
extinción. Incluso me cuesta aceptarlo, porque cualquiera, el guarda del hotel,
alguien en la calle o un funcionario , siempre están dispuestos a traerte lo
que buscás o llevarte al sitio.
Trato de seguirla, pero camina muy rápido. Como
prácticamente todas las mujeres en la ciudad, ella viste una especie de Sari,
muy colorido, con un velo sobre la cabeza, pero aún así avanza con mucha
seguridad. Le pregunto si el velo no le da más calor y me dice que no. Sin
embargo, el sol cae durísimo y yo siento el sudor en toda parte, el pantalón y
la camisa están empapados y tengo la frente como si recién saliera de una
piscina. Cada vez que entra alguna brisa se siente más fuerte, la sensación en
la cara es como si llegara el viento de un motor caliente. La frente, las
mejillas y hasta los ojos resienten el aliento cálido de la tarde, es como si
la piel se resquebrajara.
Entramos en el mercado, una gran secuencia de pequeños
establecimientos donde casi todo está escrito en árabe y se ven productos del
todo el mundo. Casi todo está cerrado y la gente está recostada al frente de su
establecimiento, buscando como refrescarse. Bajamos por pequeños callejones que
me hacen pensar en el la mítica Casbah argelina. No se porqué, nunca he estado
ahí.
Regreso caminando muy despacio. Cruzo frente a una de las
mezquitas de la ciudad de donde sale un melodioso canto. Más adelante, de un
grupo de tiendas sale un fortísimo olor a mirra que me hizo recordar, como la
magdalena de Proust, las lejanas procesiones de la Semana Santa en Puriscal.
Regreso al hotel y comienzo a subir los cinco pisos que me separan del cuarto y
del aire acondicionado. Al llegar, miro por la ventana y observo como el
atardecer comienza a caer sobre el puerto, es el golfo de Aden, en el mar Rojo,
una de las dos puertas que comunica el Océano Índico con el Mediterráneo. Al
otro lado está Yemen y a los costados Somalia, Etiopía y Eritrea. No
puedo evitar un estremecimiento al pensar en cuanta historia a pasado por este
parte del mundo, que recién comienzo a comprender.
Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis
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