Estoy parado sobre
una costra de sal de 6 metros de grosor, 200 metros de ancho y 23 kilómetros de
litoral. En la mayoría del espejo de agua el color es un celeste tímido. Lejos,
hacia el centro, se puede ver un azul más profundo. La blancura del ambiente es
deslumbrante, me hace pensar en la ceguera de Saramago. Levanto mis lentes de
sol y compruebo que es casi imposible estar sin ese filtro que protege los
ojos.
Los lentes están
hirviendo. También mi reloj y los binoculares. Me cuesta sostenerlos en la
mano. En esta soledad de sal la temperatura actual ronda los 54 grados
centígrados.
Estoy en el Lac
Assal, al norte de la Ciudad de Djibouti, cerca del Golfo de Tadjoura. Miles de
años atrás este era un lago de agua dulce, sin embargo, por ser una cuenca endorreica - sin salidas fluviales ni infiltración
significativa – la evaporación y la filtración de agua del mar a través de la
red de fracturas tectónicas lo convirtió en un lago con altísimas concentraciones de sal.
Enclavado a 150
metros bajo el nivel del mar, el paisaje volcánico del lago, la hermosa
blancura de su línea de costa y una atmósfera enrarecida y agobiante por las
elevadísimas temperaturas, le dan al lago un aura que genera admiración y
temores atávicos. Por lo menos eso me pasó a mi.
La sal ha sido
explotada desde tiempos prehistóricos y hasta el día de hoy es común ver largas
caravanas que vienen a comerciar. La
gente que vive en el pueblo más cercano vende pequeños souvenir de rocas
brillantes, cráneos y cuernos de cabra cristalizados por la sal, y algunos
otros pequeños artefactos.
Sin embargo, es
evidente que la belleza del lago y la visita de los turistas deja poco o casi
nada a la población local, y la pobreza inapelable se deja ver, en el campo
yermo, en la soledad colorida de la mujer que camina despacio, para buscar la
fuente de agua, en el vendedor que sube lentamente los 7 kilómetros que separan
su casa del lago, donde todos lo días espera que algún turista improbable compre
su colección de souvenirs.
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Ciudad de Djibouti. Son las dos de la tarde, hora de salida de las oficinas públicas. Me pongo la mochila y los lentes y salgo a la calle. Está vacía. Apenas se ven algunas personas, como sombras fugaces que le huyen al calor de la tarde. Quizás funcionarios que intentar volver a sus casas a refugiarse en la sombra y el sueño vespertino. El aire en la calle es de una transparencia nítida, como si el calor y la sequedad de esta ciudad costera en el desierto no permitieran partículas en suspensión.
Refugiados a la
sombra de algunos techos, se pueden ver
grupos de hombres, algunos tendidos, otros sentados en el suelo. Tienen
botellas de agua y unos paquetes que envuelven ramas con hojas verdes. Algunos
te miran, con miradas de vidrio que vienen de algún lugar rebelde de la
conciencia, porque se les nota también el letargo de un “viaje asistido”. Los
movimientos son lentos y en todos se puede observar una bola en la mejilla. Se
trata del Qat, o Khat; por las próximas cuatro o cinco horas, hasta la caída
del sol, estos hombres seguirán masticando las hojas, sin hacer otra cosa. Los
negocios están cerrados y la ciudad se queda prácticamente inmóvil. Tomar un
taxi a la hora del qat significa viajar con una persona de mirada inubicable,
que cuando te habla te muestra su boca atiborrada de hojas a medio mascar. y
con un olor ácido que se impregna en el carro y no te suelta la nariz por
horas.
El qat es una planta
alucinógena, cuyo consumo es una tradición milenaria y que se está convirtiendo en un problema para el
país, o al menos en una gran preocupación.
Esta situación
también tiende a complicarse en Etiopía, Somalia o Yemen, este último país ha
venido sustituyendo sus plantaciones de café por el qat a un ritmo sin control.
En Europa su importación es prohibida, pero aquí la gente dice que donde haya
somalíes, habrá qat, así que su consumo y trasiego se intensifica también por
aquellas tierras.
Este hábito es casi
exclusivo de los hombres. Difícilmente se podrá ver a una mujer masticando qat.
Más bien ellas se quejan: sus hombres no hacen nada durante horas, y gastan
mucho, muchísimo en las hojas. En una entrevista un hombre decía: no debemos
dejar que las mujeres consuman Qat, esto es cosa de hombres. Si no, quien va a
traer comida a la casa?
Djibouti gasta
200.000 dólares por semana en Qat. Fácilmente, una persona puede dejar el 30 o
40 porciento de su salario en esto. El precio es alto, porque Djibouti, un país
poco hospitalario para plantas y verde, no tiene Qat. Viene en grandes camiones,
o incluso en aviones, traída desde Etiopía, o de Yemen, para quienes pueden
pagar por más calidad y euforia. Alguien por ahí dice que son los únicos
aviones que llegan siempre a tiempo.
En un país con
problemas tan serios de desempleo, de opciones productivas y de condiciones de
pobreza, es difícil no prejuiciarse al ver estos grupos de personas esparcidos
por la ciudad, “qateandose” el calor de la tarde, mientras el resto del día se
va, llevándose quien sabe cuantas oportunidades.
Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis
rolandodv@mac.com
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