lunes, 28 de febrero de 2011

Nuevo trópico de Lima



En Lima encontré a la hermosa mujer que sería mi esposa, mi hija mayor convivió conmigo por primera vez y pude descubrir su profunda humanidad, mi hijo terminó su secundaria y entró en una banda de rock, mi hija menor ganó un premio nacional de literatura joven. Además, aquí encontré gente amiga, de esa que se le queda a uno pegada en el alma. Así que, ¿qué le puedo yo pedir a Lima?

Sin embargo no va de eso este relatório. Quiero volver a hablar del Trópico de Lima y de la combinación azarosa de factores que la hace única y sorprendente:

Trópicos, desiertos y neblinas.

Lima es una ciudad tropical. Está ubicada en el paralelo 12, en el hemisferio sur, al igual al norte está Rioacha, la mitológica ciudad/puerto del trópico macondiano, que según García Márquez fue asaltada por Francis Drake con la pura complicidad del destino. También por ahí está Managua, a quien le cantó un día Julio Cortázar, bajo el implacable sol de todos los días.
En principio Lima debería ser una ciudad llena de palmeras borrachas de sol, con un temperatura que variaría durante el año, entre el calor insoportable y el calor insoportable, con lluvias torrenciales perennes. Entre el agua cálida del mar aparecería de vez en cuando un buen pescadito para llevar a la mesa y probablemente la gente, como en Río de Janeiro, tendría en su trabajo un traje de baño, por aquello de una estirada en la playa a la hora de almuerzo. 

Pero Lima no encaja con ese perfil...

El promedio anual de lluvias en Lima es de 6 mm por año, con lo cual califica directamente en la categoría de zona desértica. Un desierto tropical. La garúa que cae en esta ciudad en un año es el promedio de un día seco en otras zonas de la misma latitud limeña. Entonces, la figura cambia y lejos de la alegría zumbona de una ciudad caliente y húmeda, habría que recurrir al imaginario de sitios exóticos, adonde una ciudad del desierto está llena de camellos, gente con grandes túnicas para generarse pequeños microclimas que reserven del calor, turbantes y serpientes callejeras entreteniendo transeúntes mientras su amaestrador hace de las suyas. Prejuicio causado por la televisión, claro que sí, pero en todo caso: ¿¡Lima!? Nada que ver!
En este último viaje hablaba con mi querido amigo Daniel Rejas, entre vinos, pisco sour y la hermosa vista del acantilado y el mar. Le decía a Dani que entre todas las personas que estábamos en la mesa, el más cercano a un Tuareg era él. 

-Sí vos, Daniel Rejas, ¡hijo del desierto!
-¿Quiiiií? tas loco Rolo.
-Si pues, un tuareg, sos el tuareg sudamericano.

Al igual que Daniel en esta ocasión, siempre que planteo este tema a un hijo o hija de este cosmopolita desierto sudaméricano, la respuesta que recibo es parecida. Incluso mi esposa. Hasta la fecha no he logrado encontrarle algún trazo de actitud que me haga pensar en las lejanas tierras donde reina el sol durante el día y en la noche el frío. Nada parecido, nadie en Lima parece consciente de haber nacido en un desierto.

Un momento… claro, en el desierto reina el sol todo el día. Solo hay que recordar algún clásico, como Laurence de Arabia – con Peter O’Toole – donde el coronel y los valientes beduinos arriesgaron su vida enfrentando ese sol implacable y asesino. Y bueno, resulta que el sol de Lima no es implacable ni asesino, sino tránsfuga. Un compadre que – nunca más aplicable que aquí – brilla por su ausencia. La radiación solar es muy reducida en el año y a veces uno se siente más bien en alguna ciudad ubicada a más de 2.000 de altura, con una densa cobertura boscosa, donde los suelos, siempre húmedos y la vegetación especializada en capturar agua, llenarían el ambiente de nieblas y nubes que no dejan ver el sol por largos períodos del año.

Entonces, Lima, casi al nivel del mar, no es ni ciudad tropical de maracas y bongoes agitándose entre las palmeras, ni ciudad desértica sobreviviendo al sol entre las dunas, ni ciudad neblinosa en las alturas próximas al páramo o a la puna. Es una ciudad tropical, con nieblas despistadas que se montan en el cielo sin que uno entienda como sacaron humedad de un suelo seco, con un sol perezoso y un paisaje que va del marrón del cerro al platino lujurioso del mar.
Lima es una ciudad hermosa, de restaurantes legendarios y paisajes abruptos, que a uno le gustan o no le gustan y después es todo lo contrario. El frío y profundo Mar Pacífico, los farallones cortados a tajo por el embate del mar, los promontorios inhóspitos, llenos de gente que se aferra a ellos, con sus casas arañando la seca promesa de los cerros.
Lima es una ciudad contradictoria, de tránsito caótico a escala imposible, de una gastronomía interminable, llevada a niveles de filigrana, intolerante con nosotros los malhablados lisurientos – hasta el adjetivo de las malas palabras suena bonito – , donde coexisten épocas y pedazos de historias inconclusas. Como en todo el Perú - y la mayoría de la América Latina - la lucha principal es contra la pobreza, puesto que la única manera de sostener el ritmo de avance que se decanta en Lima es dando más acceso a la gente y reduciendo el rancio clasismo de la vieja ciudad virreinal. 

Yo, por mi parte, seguiré admirando la ciudad y sus extremos, visitando a mi gente, y maravillandome con los conjuros que la hacen tan especial.



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Luis Rolando Durán
América Latuanis




viernes, 11 de febrero de 2011

La frontera entre dos mundos




Aeropuerto Las Américas, en Santo Domingo, República Dominicana. Es temprano en la mañana y en un rato saldré en un vuelo de American Airlines rumbo a Haití.  Por alguna razón el mar en esta ciudad se ve como más lleno, da la impresión que uno circula debajo de la línea del horizonte y como es temprano el color azul es tan denso, que solo se mueve despacito, como en un tango, con las olas.

Cuando se viaja entre República Dominicana y Haití se consume mucho más que las simples coordenadas, una distancia o un tiempo de desplazamiento. Uno viaja consumiendo historia, destinos que se alejan en abanico, decisiones e imposiciones. Uno viaja consumiendo un abandono que se refleja violentamente en una línea de frontera que parece, como me dijo mi colega y amigo Iñigo Barrena, una frontera entre dos mundos y no una frontera entre países. 

He escuchado y leído muchas explicaciones o juicios sobre las razones y las causas de esta situación. Muchas basadas en prejuicios simples que dicen unos cuidan y otros destruyen, unos son buenos y otros malos, unos son blancos y otros son negros. Sin embargo, al observar la degradación casi irreversible del lado haitiano - y la manera como los árboles parecen agruparse en multitud contra una muralla invisible de suelo degradado y gigantescos espacios abiertos en cerros y montañas interminables - es imposible no reflexionar sobre la raíz verdadera de esta situación: la explotación absurda y desproporcionada, la miopía de la política internacional, y una clase política depredadora.

Estando en Puerto Príncipe de nuevo, a un año del terremoto, estos temas regresan con la terquedad de las cosas viejas. Observar como la ciudad sigue poblada de edificios caídos, con montañas de escombros, o bien con edificios a medio deshacer y sobre todo observar la manera como Puerto Príncipe ha retomado su ritmo de vida, sus viejos hábitos. Su dinámica de supervivencia hace pensar en la necesidad de volver sobre las causas y no caer en la tentación de pensar que levantando los escombros la cosa estará hecha.

Los cerros sembrados de cemento siguen llamando la atención, así como los cerros sembrados de viento, arena y desconsuelo. Lo que el terremoto no se llevó sigue ahí, aferrado, desafiando aún a los que pasan, evocando. Los pilas de escombros siguen estacionadas, como un recordatorio de que el asombro no tiene límites, y que el sufrimiento humano pareciera que tampoco lo tiene.

Un año y... ¿cuánto?. Cuánto ha llegado, cuánto se actuado en realidad. La deuda moral se sigue llenando, abrumadora y triste. Los cascos azules siguen patrullando la ciudad y las vías externas , con sus ametralladoras señalando a una población que no les pide nada y que les pide de todo. No le apuntan a los escombros, ni le apuntan a la pobreza. Le apuntan a los pobres. Cientos de miles que hoy siguen sin un techo, con la necesidad intacta y la esperanza desvaneciéndose otra vez, como ha pasado tantas veces en los últimos dos siglos. La comunidad internacional que ha llevado una fuerza militar de más de 12.000 efectivos, no ha sido eficiente para movilizar soluciones, para actuar sobre las causas desde una visión que respete la historia de este pueblo, la construcción de su cultura y sus particularidades. Haití no puede seguir siendo un “patio de experimentación” donde las expectativas de una mundo global y unilateral se deban cumplir a la letra.

Mientras tanto, la gente sigue en su lucha, para sobrevivir y para estar mejor. No pocas personas apoyan y dejan su energía y sus días al lado del pueblo haitiano. Instituciones y personas, que si bien han llegado con la tromba confusa de la cooperación, han sabido ubicarse, comprender y contribuir. 

El reto sigue abierto, a quienes han generado ciencia, a quienes creen en la solidaridad, en la participación, en la capacidad ciudadana. Muchas personas han escrito sobre Haití, desde Haití, pero a veces parece que el esfuerzo se queda ahí. Tampoco es fácil, pero el reto es ponerle acción a las ideas.

En esta misión he estado con la Cruz Roja, y es motivador ver a cientos de jóvenes, voluntarios, viejos zorros de las emergencias en el mundo. Mujeres y hombres que se meten codo a codo en el drama y en la alegría, para llevar alivio, para traer ideas y sueños, bebiendo de la creatividad de un pueblo que de eso no carece.

Mirando esto uno puede pensar que la frontera entre dos mundos podría no ser tan contundente como esa imagen aérea y que el esfuerzo colectivo si puede abrir caminos. Las promesas se han quedado en el laberinto de la burocracia, profundizando la diferencia, haciendo más honda la zanja irrefutable que divide, pero aquí hay mucha humanidad concentrada, abriendo posibilidades, retando un destino inaceptable.



Foto: James P. Blair/National Geographic/Getty Images


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Luis Rolando Durán
América Latuanis