domingo, 27 de octubre de 2013

Luanda 2013: avatares de la modernidad


La primera vez que vine a Luanda, allá por el 2004, me impactó la contradicción. Una ciudad en la que sobrevivía un reciente pasado colonial, teñido de rosa pastel y de la nostalgia de Lisboa, con una estructura urbana colapsada por confusión y la basura. Recuerdo verdades montañas desechos que competían en altura con los edificios. No hacía mucho había terminado la guerra y la ciudad sufría sus consecuencias en carne viva. El flujo del campo a la ciudad, empujado brutalmente por el conflicto, había quintuplicado su capacidad de recibir y dar servicios. En aquella época, el edificio más alto y notorio era el de la transnacional De Beers, compañía extractora de diamantes.

Hoy, Luanda parece haber dejado muy atrás parte de ese pasado. La modernidad se ha instalado y se observan ya muchos de los beneficios de la vida urbana. La avenida marginal, en especial, muestra un cambio rotundo que ofrece, no solo un paisaje renovado y agradable, sino una oportunidad de espacio abierto y lúdico para su población.
La Ilha de Luanda, una hermosa flecha litoral que se interpone entre la suave curva de la bahía, el extremo del puerto en ebullición permanente y la ondulación uniforme del océano atlántico, pasó de ser una promesa para constituirse hoy en una avenida moderna, llena iluminada y construida con un claro sentido.

Indudablemente, es notorio como el precio de una modernidad tan rápidamente alcanzada, es la contradicción, el empuje y el traslado involuntario, a costos elevadísimos, tanto en términos de indemnizaciones como de la aceptación por parte de los niveles populares de
perder sus antiguos espacios.

Por ejemplo, el barrio de Xinaxixe, antes populoso – y popular – hoy alberga ya grandes edificios de cristales ahumados o luminosos – y pronto contará con uno de los mall más modernos del continente. Donde estaba antes la confusión y una serie de comunidades marginales, hoy se asientan bancos y otros símbolos del poder global. Este traslado de las condiciones marginales, aunque supuestamente mejorado en términos de alguna infraestructura, no deja de ser sujeto de muchos cuestionamientos. De igual forma, la salida de decenas de pequeños bohíos, alojados a lo largo de la versión anterior de la Ilha, levanta la pregunta de para quien se hacen los cambios.

La influencia del capital internacional, la explosión de precios y de actividad económica generada por la bonanza petrolífera y la enigmática y abrumadora presencia china en el país y la ciudad, son temas que se cruzan y requieren analizarse para poder entender lo que está ocurriendo aquí.

En fin, una primera impresión de esta Luanda que vengo visitando hace más de una década, me deja aún con muchas preguntas, impactado un poco por la brutalidad del cambio y por qué no, por el entusiasmo de ver una ciudad viva decantándose, buscando su nueva identidad y estableciéndose hoy como un “inconturnable” referente del nuevo urbanismo africano.









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Luis Rolando Durán Vargas
®América Latuanis
rolandodv@mac.com



Algunas fotos del primer día de visita.







jueves, 10 de octubre de 2013

En la Isla del Fuego


Vista de la Ilha do Fogo, volando desde la Isla de Santiago

Islas. Pedazos de tierra que se pierden entre la bruma y el mar. No importa el tamaño, ni la distancia entre ellas. Hay algo de telúrico siempre presente. Parecen estar en movimiento, como si de verdad estuvieran flotando y a la deriva. Balsas de piedra, como dijo Saramago.

Muchas veces usamos este término de forma despectiva, como un sinónimo de incomunicación o de falta de integración con lo que circunda. Sin embargo, la sensación real que me dan las islas, y sobre todo un archipiélago, es de inminencia, de proximidad aparentemente discontinua, pero entrelazado por tejidos que se ven en la tenue ondulación del mar, o en la borrasca que las difumina cuando se miran desde lejos.

Cabo Verde es precisamente un archipiélago, con islas que parecen agarradas de la punta de los dedos. Estoy ahora en la Isla de Santiago, pero estuve antes en otra. En la Isla del Fuego. Una impresionante  montaña que combina los tonos verdes y oscuros que distinguen esta región, con el paisaje desoladamente hermoso de lavas y rocas volcánicas.


En la cima del Volcán de Fuego está Chã das Caldeiras. Una comunidad pequeña que se encuentra asentada adentro del cráter antiguo del volcán. A solo unos metros del cono que explotó en 1995. Para salir de la comunidad es preciso cruzar la colada de lava, una bella y sinuosa formación interrumpida por el camino, que parece una anaconda gigantesca, de un azul titanio.


Uno diría que la lava es un recuerdo o una señal de la inminencia, del peligro real, ya manifiesto. Sin embargo, con solo levantar la vista se ve el pequeño cono, con la punta destruida, rota por la explosión de hace menos de veinte años. Las tonalidades violentas de rojo y naranja no se arredran frente a la rotunda presencia del cono principal.



La pregunta cajón es porqué las personas eligen estar en riesgo, por qué si se dan opciones no salen y prefieren volver o quedarse. Es el tipo de preguntas que viene de la visión cuadrada, que simplifica las cosas, que enfoca una parte de la realidad, como si una comunidad o una familia pudiera sectorizar los problemas y actuar por partes: hoy estamos seguros y talvez mañana comemos.

En el Volcán de Fuego la gente tiene un sentido de comunidad. Están ahí hace doscientos años, explica Alexandre Rodrigues , Director del Parque Nacional.  Siembran papas, camote, frijoles y otro tipo de productos, en el suelo volcánico caliente y arenoso. El vino de Chã das Caldeiras también es famoso. 

"Ellos consideran que el volcán es su amigo, que les protege" dice Rodrigues. La gente ríe cuando escucha esto, y surge la palabra mito, creencia, la “vulnerabilidad ideológica”. Esos lugares seguros que usamos tanto, para caerle encima a las visiones propias, a las relaciones construidas entre la gente y la naturaleza a través de los años, de la observación, de la vivencia. Muchas veces es verdad que la creencia es errada, y que puede acrecentar el riesgo de una comunidad. Pero la descalificación arrogante de una forma de sentir no es un buen camino, sobre todo para quienes nos aparecemos un rato y volvemos después a la comodidad de las estructuras fijas.

Yo nací en el 63, como la mayoría de mi generación. El año en que las cenizas del Volcán Irazú cubrieron buena parte de San José, Alajuela, Heredia y Cartago. No sé si es por esa razón romántica, pero siento una atracción especial por los volcanes. Me gusta observarlos y pensar lo que pasa ahí adentro. En como la tierra, adicta a los ciclos, consume continentes para devolver islas, y planicies y colinas que descansan después, cargadas de minerales buenos.

Cuando escucho decir que el Volcán es un amigo y que les protege, me identifico con eso. Porque la naturaleza es sustento y oportunidad. Porque la piel que llevábamos no es más que un limite temporal y la distancia entre nosotros y lo que nos rodea está más en la cabeza, en el razonamiento que quiere cortar las cuerdas y aislarnos, con el prurito de la protección, de la seguridad y la civilización.

Foto tomada por Nuno de Castro
En la escuela de Chã das Caldeiras los niños aprenden sobre el Volcán y sobre la vida. Y yo me pregunto que debemos explicar, cual es el mensaje verdaderamente necesario, para que la vida siga y mejore, sin tener que romper necesariamente con su origen. Con su forma de vivir y soñar.










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Luis Rolando Durán Vargas América Latuanis