jueves, 17 de enero de 2013

Una vez me encontré con… el reportaje exótico de un taxista erudito.




Relato de un viaje a un país exótico, escrito por una periodista surafricana para una revista de aventuras en Johannesburgo. Suena entretenido.

Venía llegando de un viaje de un mes en Angola y me encontraba en el Outlook Lodge, un hotelito simpático que parecía una isla de naturaleza en los suburbios de Johannesburgo, la capital surafricana. En la pequeña cocina, donde me agenciaba un desayuno tempranero, encontré una pizarra con los “avistamientos” del dia: 5 jirafas, 3 hienas y 2 leones. Bueno, esto es exótico.

Entre las revistas del lobby encontré una que decía “aventuras en el África Austral” o algo parecido y comencé a hojearla. Fue cuando miré el titular y me dio curiosidad ver a que llamaría un país exótico una periodista surafricana. Aunque pensé que lo exótico es simplemente lo que no es común para uno, acepté mi pecado de lesa tolerancia cultural y me puse a leer.

Pues bien,  el país de aventuras extremas, playas exuberantes  y riesgo excitante, con animales salvajes incluidos no era sino Costa Rica. OK, ¡entonces los exóticos somos nosotros!

La periodista narraba con emoción como pudo circular por las calles de este pequeño país lleno de naturaleza y yo me imaginaba aquella serie que miraba de niño que se llamaba Daktari (doctor) sobre un médico en algún país africano, rodeado de leones y chimpancés. Cuando circulaban en sus potentes Land-Rover los protagonistas daban pequeños saltos en el asiento del carro para simular que viajaban por caminos accidentados. Pues ahora, en lugar de Daktari, se trataba de esta aventurera de los caminos que consideraba exóticas y emocionantes nuestras trochas, orgullo de la infraestructura nacional.

La suerte, el olfato y el derrame de adrenalina la llevó a uno de los sitios donde se reúne una gran cantidad de fauna – endémica y trashumante estacional – al centro de una sinuosa costa llena de ensenadas y playas de ensueño: Tamarindo. Por supuesto, era imposible pensar que no llegará a Tamarindo, el añorado balneario de playa que nos recibía ingenuo, sin anuncios en inglés ni menús en dólares, allá por los años 80. Ahora, convertido en un nodo para surfistas, turistas amantes del cemento exótico y una que otra estrella del jet-set, se había vuelto un atractivo del “wild-on”. Hasta aquí, el reportaje prometía un recuento aburrido de fiestas “pura vida” y de “sol mortecino alumbrando enrojecido los idilios”.
 

Entonces, apareció él. El taxista.

Nuestra protagonista se encontraba medio perdida en Tamarindo, y a los pocos días (la verdad no recuerdo cuanto tiempo pasó, porque perdí la revista), decidió irse a internar en la montaña, a buscar la biodiversidad prometida y porqué no, rozar el peligro y la emoción extrema. Tomó la decisión más acertada: contrató un taxi, que la llevaría por las estribaciones de Guanacaste, con la sabiduría oportuna del conocedor local.

Juan (nombre ficticio del taxista) resultó ser un conocedor sin competencia. Con un “mi amor” intercalado entre cada frase, le mostró a la periodista la región. Ella decía que le extrañaba el cariño excesivo de las expresiones, pero bueno, era el trópico, y Juan hablaba un poco de inglés, así que las opciones tampoco parecían ser muchas.

¡Ahora sí me emocionó el relato! Juan, con una labia potente, le dio mil explicaciones sobre la geografía y la naturaleza del país y ella hasta tomó su tiempo para narrar como era él. A esa altura del texto nada había tomado tanto espacio como la explicación de su taxista, que miraba hacia el horizonte con sus lentes de sol y su sonrisa.  – Este hijueputa se la quiere coger – pensé – ¡vamos a ver si lo logra!

Para no hacer más larga la historia basta decir que Juan y la periodista siguieron sus andanzas por Guanacaste, él un erudito impredecible y ella embelesada.

Entonces, como de la nada, Juan le propone ir a un sitio mágico, donde casi nadie había llegado nunca. Allá, donde habita el espíritu de la pantera negra: Monteverde, en el bosque nuboso. La periodista pareció deshacerse ante la propuesta de Juan: el misterio de la neblina en el verde de la montaña, el peligroso ascenso que rompería con la monotonía plana de la sabana guanacasteca y, sobre todo… el espíritu de la pantera negra. – ¡El espíritu de la pantera negra! Mierda, claro que se la cogió – pensé - 

- Juan, ¡sos mi héroe!

No recuerdo muy bien como acaba el relato, aunque es fácil y tentador imaginarlo. Pero me gusta recordar a ese taxista que convenció a una reportera del país que tiene el mayor parque natural de fauna salvaje en el mundo de que lo más exuberante que podría encontrar ya iba con ella.



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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis

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