Relato de un viaje a un país exótico, escrito
por una periodista surafricana para una revista de aventuras en Johannesburgo. Suena entretenido.
Venía llegando de un
viaje de un mes en Angola y me encontraba en el Outlook Lodge, un hotelito
simpático que parecía una isla de naturaleza en los suburbios de Johannesburgo,
la capital surafricana. En la pequeña cocina, donde me agenciaba un desayuno
tempranero, encontré una pizarra con los “avistamientos” del dia: 5 jirafas, 3
hienas y 2 leones. Bueno, esto es exótico.
Entre las revistas
del lobby encontré una que decía “aventuras en el África Austral” o algo
parecido y comencé a hojearla. Fue cuando miré el titular y me dio curiosidad ver
a que llamaría un país exótico una periodista surafricana. Aunque pensé que lo
exótico es simplemente lo que no es común para uno, acepté mi pecado de lesa
tolerancia cultural y me puse a leer.
Pues bien, el país de aventuras extremas, playas
exuberantes y riesgo excitante, con
animales salvajes incluidos no era sino Costa Rica. OK, ¡entonces los exóticos
somos nosotros!
La periodista
narraba con emoción como pudo circular por las calles de este pequeño país
lleno de naturaleza y yo me imaginaba aquella serie que miraba de niño que se
llamaba Daktari (doctor) sobre un médico en algún país africano, rodeado de
leones y chimpancés. Cuando circulaban en sus potentes Land-Rover los
protagonistas daban pequeños saltos en el asiento del carro para simular que viajaban
por caminos accidentados. Pues ahora, en lugar de Daktari, se trataba de esta
aventurera de los caminos que consideraba exóticas y emocionantes nuestras
trochas, orgullo de la infraestructura nacional.
La suerte, el olfato
y el derrame de adrenalina la llevó a uno de los sitios donde se reúne una gran
cantidad de fauna – endémica y trashumante estacional – al centro de una
sinuosa costa llena de ensenadas y playas de ensueño: Tamarindo. Por supuesto, era imposible pensar que no llegará a
Tamarindo, el añorado balneario de playa que nos recibía ingenuo, sin anuncios
en inglés ni menús en dólares, allá por los años 80. Ahora, convertido en un
nodo para surfistas, turistas amantes del cemento exótico y una que otra
estrella del jet-set, se había vuelto un atractivo del “wild-on”. Hasta aquí,
el reportaje prometía un recuento aburrido de fiestas “pura vida” y de “sol
mortecino alumbrando enrojecido los idilios”.
Entonces, apareció
él. El taxista.
Nuestra protagonista
se encontraba medio perdida en Tamarindo, y a los pocos días (la verdad no
recuerdo cuanto tiempo pasó, porque perdí la revista), decidió irse a internar
en la montaña, a buscar la biodiversidad prometida y porqué no, rozar el
peligro y la emoción extrema. Tomó la decisión más acertada: contrató un taxi,
que la llevaría por las estribaciones de Guanacaste, con la sabiduría oportuna
del conocedor local.
Juan (nombre
ficticio del taxista) resultó ser un conocedor sin competencia. Con un “mi
amor” intercalado entre cada frase, le mostró a la periodista la región. Ella
decía que le extrañaba el cariño excesivo de las expresiones, pero bueno, era
el trópico, y Juan hablaba un poco de inglés, así que las opciones tampoco
parecían ser muchas.
¡Ahora sí me
emocionó el relato! Juan, con una labia potente, le dio mil explicaciones sobre
la geografía y la naturaleza del país y ella hasta tomó su tiempo para narrar
como era él. A esa altura del texto nada había tomado tanto espacio como la
explicación de su taxista, que miraba hacia el horizonte con sus lentes de sol
y su sonrisa. – Este hijueputa se la quiere coger – pensé – ¡vamos a ver si lo logra!
Para no hacer más
larga la historia basta decir que Juan y la periodista siguieron sus andanzas
por Guanacaste, él un erudito impredecible y ella embelesada.
Entonces, como de la
nada, Juan le propone ir a un sitio mágico, donde casi nadie había llegado
nunca. Allá, donde habita el espíritu de
la pantera negra: Monteverde, en el bosque nuboso. La periodista pareció
deshacerse ante la propuesta de Juan: el misterio de la neblina en el verde de la
montaña, el peligroso ascenso que rompería con la monotonía plana de la sabana
guanacasteca y, sobre todo… el espíritu de la pantera negra. – ¡El espíritu de la pantera negra! Mierda,
claro que se la cogió – pensé -
- Juan, ¡sos mi héroe!
No recuerdo muy bien
como acaba el relato, aunque es fácil y tentador imaginarlo. Pero me gusta
recordar a ese taxista que convenció a una reportera del país que tiene el
mayor parque natural de fauna salvaje en el mundo de que lo más exuberante que podría encontrar ya iba con ella.
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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis
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