jueves, 30 de agosto de 2012

Anotaciones de viaje: en el Cuerno de África






Una y treinta de la tarde. Un bocanada de aire caliente entra por la ventana del carro. No tenemos aire acondicionado y estamos viajando una distancia corta dentro de la ciudad. La opción es cerrar la ventana y asarse con la temperatura interna, o abrirla y dejar que la sensación de brisa al menos elimine la claustrofobia sofocante del calor.

Los ojos se secan y también los labios. La sensación es como si la piel se estuviese levantando en láminas. Los lentes oscuros comienzan a quemar la cara y el reloj se pone también demasiado caliente, le daba directo la luz del sol. Me lo quito y lo guardo, mientras observo el horizonte lleno de bruma. Con la brisa viene una nube de arena que termina de darle densidad a una tarde soñolienta y lurda, como dijo una vez José Martí.


El centro de la ciudad de Djibouti se recorre rápidamente. En primer lugar porque es pequeño, en comparación con la mayoría de ciudades que conozco (me recuerda un poco a Belize City); en segundo lugar porque su temperatura incentiva la marcha forzada, y la contemplación rápida de los atractivos. Al poco rato de estar aquí uno aprende que la dinámica se da entre las 6 de la tarde y las 11 de la noche. A esa hora la ciudad entra en ebullición, el mercado y las calles se llenan de gente que circula, ríe, come, compra, baila, en fin. La interacción no es difícil, uno se siente seguro, la gente no anda con miedo en la calle y rápidamente te dan la mano, te conversan, te ayudan a buscar lo que buscás o te tratan de vender un reloj chino a precio de joyería suiza.

Djibouti, en el llamado Cuerno de África, tiene una posición estratégica para la geopolítica y el comercio – valga la redundancia. Su tamaño es muy pequeño en comparación con los vecinos, pero está justamente en la entrada del Mar Rojo. Es un paso obligado para el tránsito que conecta Europa con el mar de Arabia y el Golfo Pérsico a través del mítico Canal de Suez. Su situación geográfica es sumamente compleja, con Yemen y Arabia Saudita al otro lado del mar y Somalia, Eritrea y Etiopía a sus espaldas. Para los etíopes el puerto de la Ciudad de Djibouti es el único acceso posible al mar, así que todos los días pasan cientos de contenedores y cisternas con todo tipo de productos y combustibles. 

En un tránsito polvoriento y abrasador, de una índole mucho más dramática, miles de emigrantes de toda la región buscan el acceso a los países del golfo, cruzando el desierto y cruzando por el puerto de Obock, o contratando lanchas de contrabando a traficantes yemenitas.

(foto de internet)
Conversando con mi colega Idriss sobre las costumbres, y sobre todo sobre la condición musulmana de la mayoría de la población, me comenta como Djibouti es un país donde se observan las leyes del Islam desde una perspectiva mucho más abierta que otros países como Arabia Saudita, donde las prohibiciones son estrictas y el Estado ejerce control de las leyes religiosas con represión jurídica. Al aterrizar en Jeddah, hace unos días, la tripulación del avión insistió repetidamente en la prohibición de entrar al país con alcohol o carne de cerdo. Acá es más bien una opción que tiene la gente. Las personas pueden ser practicantes o no, y nada pasa. Por ejemplo, el alcohol es tolerado y se puede comprar en las tiendas y muchos bares y restaurantes. Otros te dicen desde la entrada que no tienen bebidas alcohólicas.

La gran mayoría de las mujeres utiliza los trajes tradicionales, con un velo sobre la cabeza, pero con la cara descubierta. Los colores son variados y generalmente muy alegres, si bien también muchas veces se les ve con trajes negros, que no quisiera saber cuando calor acumulan. Un par de veces he observado mujeres con trajes tipo niqab que cubren toda la cara y solo dejan asomarse los ojos. Una de ellas es la persona de la limpieza en la oficina, quien aparece temprano en la mañana y desliza silenciosa por las oficinas, como si no tocara el suelo. 



Me impresiona mucho, y al mirar sus ojos siento que el anonimato o la interacción con la vida a través de un espacio tan pequeño, desarrolla una capacidad especial de mirar.



---------------------------------------
Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis

jueves, 23 de agosto de 2012

Anotaciones de viaje: De San José a Djibouti



Fecha: 8-2012

Ruta: San José – París – Jeddah – Djibouti

Aeropuerto de Jeddah, en Arabia Saudita. A solo unos cuantos kilómetros de La Meca. El avión comienza a llenarse de personas que vienen de las celebraciones del Ramadán, y un aroma a sándalo llena el ambiente. Voy en un vuelo de Air France que hace escala en Arabia antes de cruzar el Mar Rojo para llegar a Djibouti, un pequeño país en el extremo oriental del gran Sahara.


La llegada a Jeddah es impresionante. Volamos sobre el desierto, a la caída de la tarde, y por la ventana se aprecia ese paisaje árido, a primera vista monocromo, pero al rato lleno de sombras y tonalidades. Un rato después estamos sobre el Mar Rojo y las costas de la Península Arábiga comienzan a mirarse. La aproximación a Jeddah muestra una serie de islas en un océano de azul metálico. El sol le da una tonalidad naranja al suelo y se refleja de igual forma en los edificios de la ciudad. Minutos después salimos para Djibouti, un viaje de casi dos horas que me trae por primera vez a esta parte del mundo.

Al día siguiente comienzo a explorar un poco la ciudad. El calor, del que tanto me hablaron, es en efecto insoportable. La noche anterior, al llegar, la temperatura era de 37 grados. Ahora, durante la mañana estamos a 39 y llegará a 42 al mediodía. La sensación térmica de 56. Ni siquiera sabía que era posible en una ciudad.

En la tarde, salgo a buscar donde comprar un teléfono celular. La ciudad no tiene una estructura que me sea familiar. De hecho, el calor parece marcarlo todo, la determina. No hay gente en la calle y por toda parte se ve como aprovechan cualquier sombra. Al mediodía todo se cierra y vuelve a abrir hasta después de las cuatro. La gente se escabulle, camina rapidísimo, posiblemente para buscar la sombra, o mejor aún para quedarse quietos.

Alguien del hotel me ha acompañado, Hawa, una señora de la limpieza que primero me dio la dirección y después, sospechando que me iba a perder, se ofreció a acompañarme. La gente aquí es de una amabilidad en vías de extinción. Incluso me cuesta aceptarlo, porque cualquiera, el guarda del hotel, alguien en la calle o un funcionario , siempre están dispuestos a traerte lo que buscás o llevarte al sitio.

Trato de seguirla, pero camina muy rápido. Como prácticamente todas las mujeres en la ciudad, ella viste una especie de Sari, muy colorido, con un velo sobre la cabeza, pero aún así avanza con mucha seguridad. Le pregunto si el velo no le da más calor y me dice que no. Sin embargo, el sol cae durísimo y yo siento el sudor en toda parte, el pantalón y la camisa están empapados y tengo la frente como si recién saliera de una piscina. Cada vez que entra alguna brisa se siente más fuerte, la sensación en la cara es como si llegara el viento de un motor caliente. La frente, las mejillas y hasta los ojos resienten el aliento cálido de la tarde, es como si la piel se resquebrajara.

Entramos en el mercado, una gran secuencia de pequeños establecimientos donde casi todo está escrito en árabe y se ven productos del todo el mundo. Casi todo está cerrado y la gente está recostada al frente de su establecimiento, buscando como refrescarse. Bajamos por pequeños callejones que me hacen pensar en el la mítica Casbah argelina. No se porqué, nunca he estado ahí.
           
Regreso caminando muy despacio. Cruzo frente a una de las mezquitas de la ciudad de donde sale un melodioso canto. Más adelante, de un grupo de tiendas sale un fortísimo olor a mirra que me hizo recordar, como la magdalena de Proust, las lejanas procesiones de la Semana Santa en Puriscal. Regreso al hotel y comienzo a subir los cinco pisos que me separan del cuarto y del aire acondicionado. Al llegar, miro por la ventana y observo como el atardecer comienza a caer sobre el puerto, es el golfo de Aden, en el mar Rojo, una de las dos puertas que comunica el Océano Índico con el Mediterráneo. Al otro lado está Yemen y a los costados Somalia, Etiopía y Eritrea. No puedo evitar un estremecimiento al pensar en cuanta historia a pasado por este parte del mundo, que recién comienzo a comprender.







---------------------------------------
Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis

sábado, 11 de agosto de 2012

Haitiando 2012: Grande Saline en la salida del gran Río de l'Artibonite


El gran río de l'Artibonite

Humedad y sal. El atardecer cae sobre una gran planicie llena de arbustos, de gaviotas y de una cantidad de pájaros pequeños que buscan alimento entre los charcos. El suelo es una mezcla de colores entre el marrón y el blanco. El blanco de la sal, un elemento que le da a esta área una característica determinante: en su suelo, en las posibilidades de albergar o no productos para la subsistencia, en la delgada lámina de agua que se queda siempre, como flotando antes de tocar la tierra, en los miles de reflejos pequeños que devuelven las ondas de luz y de calor y lo ponen a uno a sudar sal. Literalmente.
En el centro de la comunidad de Grande Saline

La calle de entrada a la comunidad de Grande Saline resume la descripción del entorno: una corta línea apelmazada, de unos 600 metros que termina en la trasplaya, bordeada por establecimientos variados, como el Tribunal de Paz, la pequeña esquina del banco, la venta de celulares y algo infaltable en casi todo el territorio haitiano: el puesto de venta de lotería, en este caso un verdadero punto neurálgico de la población.  En la ventana, con parsimonia y dedicación, el vendedor de sueños lleva un listado, pulcro y con buena letra, donde están los que le deben, los que han ganado y los que no. Frente a él, una parte de los habitantes del centro se reúne, a dejar pasar el violento calor de la tarde, que les llega directo de un cielo azul abierto y de los reflejos de su suelo blanco. Les basta la incómoda hospitalidad de un banco de madera o una columna del solar donde descansar la espalda. Otros juegan dominó, bajo la atenta de mirada de varios niños, que esperan ansiosos a tener la edad para ocupar alguno de los espacios de los jugadores famosos.



Conversamos con la gente, hablamos  en francés y nos responden en créole. Estamos aquí porque Grande Saline es una zona perennemente afectada por los desbordes del río Grande de Artibonite, que les pasa al lado. La gran paradoja, siempre presente en la historia humana: el río que baja con nutrientes para enriquecer el suelo, también anega y arrasa, con el agua indispensable para sacar el arroz, el banano, la mandioca. Hemos venido a evaluar un sistema de vigilancia de las crecidas del río, que debe también dar aviso a la población para que esta actúe y se ponga a salvo.


Llega, corriendo y muy sudado, el encargado de activar el sistema de alarma, que debería avisar con tiempo a la población, si hay peligro de inundación huracán o tsunami. En sus manos trae un manojo de llaves y nos mira ansioso. Comenzamos a dialogar con él, las preguntas clásicas para saber sobre la formación que le han dado, qué hace falta, si funciona o no el sistema... Al final Pablo le pregunta si el piensa que el sistema de alarma que se ha instalado sirve para algo o no, que piensa él.


Entonces le brillan los ojos y repite varias veces: anpil, anpil, anpil. Mucho, mucho, mucho. Y nos cuenta, con un orgullo que se le desborda, como la gente lo busca y le pregunta por el sistema, para qué sirve, que hay qué hacer. Incluso los viejos del pueblo. Nos muestra la llave que le han dejado, la que le da acceso al sistema de sirenas que tiene una cobertura de casi dos kilómetros a la redonda. Esto le permite apoyar a su comunidad para que esté mejor, para que no se pierda tanto cuando las aguas bravas del río se salen de su cauce.

 
Llegamos a la desembocadura del río. La caída final al mar, ese momento donde todo se indefine, y a veces hay sal o agua dulce, peces de ambos mundos, pequeños camarones que terminan en los concentrados alimenticios. Encontramos un grupo de pescadores y también hablamos con ellos. Una niña nos mira con espanto, no está acostumbrada a “los blancos” y llora detrás de su madre. Sus hermanos son más valientes y vienen a jugar y pedirnos fotos.
El pescador nos cuenta, como sobreviven, que pasa con su comunidad. Si escuchamos la sirena sabemos que hay que hacer algo, que hay que prepararse, pero no sabemos bien qué. Solo que debemos poner nuestras familias a salvo. Si nos ayudaran un poco más, explicándonos bien como actuar, entonces nuestra comunidad sería más segura.

Hace muchos años, la primera vez que vine a Haití, un funcionario internacional me dijo: en este país no hay comunidad. No se puede trabajar con ellos. Esa afirmación me chocó y desde el principio pensé que ese funcionario probablemente no había siquiera intentado entender la sociedad que según él quería apoyar.

Después, sobre todo con el terremoto, volví a escuchar este argumento muchas veces. Prejuicio de quienes vienen con una idea preconcebida a intentar embutirle a una población que no conocen, su medida propia de la felicidad, su aburrida puntualidad, útil para quienes valoran el tiempo por el precio que se les paga. Esta visita a Grande Saline me reafirma, una vez más, como la comunidad haitiana tiene sus propias claves, que les han permitido sobrevivir por siglos, y que serán sin duda la única forma para construir un mejor futuro.

El reto para quienes queremos de verdad apoyar a Haití es poder bajarnos de nuestras posiciones confortables, y continuar dialogando y entendiendo, hasta sincronizar el ritmo y las intenciones.





  



---------------------------------------
Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis