Fecha:
2011
Tiempos
de terremotos
Puerto Príncipe, un 12 de enero de 2010. El mundo comenzó a mirar, primero
con el morbo usual de las noticias que acompañan el café, después con angustia
y más adelante, con estupor. La catástrofe humana de Haití había llegado a un
nivel desbordante, fuera de los pronósticos y de la imaginación. Cientos de
miles de muertos, miles de tragedias personales y familiares traídas a nuestras
casas por todos los medios que la tecnología ofrece. La ciudad en el suelo,
como un mastodonte vencido, con todos sus servicios colapsados, con todas las
comunidades afectadas, a todas las escalas, internacionales o nacionales, toda
la gente, todas las instituciones, todo el poder… Las miradas primero fueron de
lástima, de sobrecogimiento, de qué podemos hacer. Luego pasaron a los
señalamientos implacables, a calificar las acciones que tomó o dejó de tomar el
gobierno, sin comprender que la catástrofe que se había constituido desbordaba
las explicaciones y las comparaciones y que su raíz no estaba en cuánto se
movió el piso, se desplazó la falla o se sacudió lo construido.
Concepción y ciudades cercanas, Chile, un 27 de febrero. Al principio, un
gobierno despistado, con una peligrosa – y luego fatal – confianza, y una
prensa internacional especulando que el éxito económico traería también
eficiencia en la atención humanitaria y la coordinación.
Luego, las imágenes y las informaciones trajeron también el estupor, la
irrefutable realidad de una tragedia que casi nadie esperaba. Infraestructura
en el suelo, carreteras supermodernas afectadas en lo más básico, edificios
partidos por la mitad. Y lo peor, cientos de muertos, entre estos, personas
afectadas por un tsunami del cual hubo información a tiempo, pero que no llegó
a donde debía. Después, del estupor a la incredulidad: el país latino más
desarrollado, el de las cifras erectas, miraba, sin creerlo, a sus ciudadanos
robando, saqueando. Curiosamente, saqueaban supermercados llenos de alimentos,
de materiales, ni tan urgentes ni tan necesarios, pero que cuesta explicarse
por qué estaban embodegados y no disponibles para una población asustada,
temerosa de lo que podría venir y con poca información oficial creíble.
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Quizás la característica más común entre ambos desastres fue la falta de
prevención. La desidia ante un fenómeno anunciado, cocinado a fuego lento y
sobre el cual existían avisos y previsiones.
Sin embargo, igual que sucede con las inundaciones y los deslizamientos, y
antes con la sequía, una suerte de inercia soñolienta es la principal respuesta
ante estos avisos recurrentes. Cientos o miles de personas se preocupan, se
preparan, estudian, vigilan y tratan de llamar la atención, pero aun cuando
estos esfuerzos se convierten en un plan o en una estrategia, no alcanzan a
mover la pesada maquinaria de la burocracia y de la decisión política. Ni en
los gobiernos, ni en la cooperación internacional. No me refiero a aprobar un
proyecto de cooperación técnica, a instalar un sistema de vigilancia o a
capacitar un centro de operaciones de emergencia, sino a las verdaderas
decisiones que marcan el rumbo de la inversión pública y del desarrollo.
Hay ejemplos interesantes de decisiones que han sido tomadas después de un
gran desastre, y que de algún modo han generado impacto, o prometen hacerlo:
después de los terremotos de México (85) y El Salvador (86), el Instituto
Costarricense de Electricidad de Costa Rica reforzó su infraestructura de
energía y telecomunicaciones. En 1991 esta infraestructura resultó
prácticamente ilesa de un sismo de 7.4 grados en la escala de Ritcher. En San
Salvador, durante los sismos del 2001, el sistema de telecomunicaciones del
país prácticamente no se vio afectado, cuando en el 1986 colapsó por completo.
Razones: el reforzamiento de los sistemas, el criterio de continuidad y
servicio que fue aplicado por las compañías de telecomunicaciones – la primera,
pública y la segunda, privada – basadas en las experiencias de otros desastres.
En el año 2010, gracias a que un fuerte sismo sacudió el piso de varios
presidentes latinoamericanos durante el cambio de poderes en Chile, el gobierno
peruano lanzó una intensa iniciativa de preparación, reforzamiento estructural
y organización, con una atención especial a la vulnerabilidad estructural de la
ciudad de Lima. Signos, señales que demuestran, que se puede aprender de la
experiencia ajena.
Sin embargo, mirar los efectos del terremoto en Haití hace que uno se
pregunte: qué pasaría en Caracas, Managua, San José o Quito. Con lo sucedido en
Chile, qué pasará en el Callao, en Puntarenas, Guayaquil o Trujillo. El tsunami
en el sur de Chile nos actualizó una realidad vieja en nuestra región, algo que
solo parecía visible en las fantasías hollywoodenses. Pero la memoria es corta…
en setiembre de 1992, Nicaragua entera miraba horrorizada como olas de diez metros
de altura dejaban un saldo de más de cien personas muertas, entre ellas muchos
niños, por la hora del evento. En los últimos quinientos años, Centroamérica ha
experimentado más de cincuenta tsunamis con efectos desastrosos en su mayoría,
pero el recuerdo se esfuma demasiado rápido, las decisiones de mueren de vejez
temprana y la exposición de la población costera y sus medios de vida sigue
creciendo.
Una excepción muy honrosa, y que debe valorarse en todo lo que corresponde,
es la de los sistemas de alerta temprana para inundaciones. En Centroamérica,
principalmente, son cientos de vidas las que se salvan anualmente gracias a la
existencia de mecanismos de aviso y participación comunitaria. El caso cubano
es – redundancia involuntaria – una isla en el mundo, puesto que el sistema de
coordinación, la participación de la población y el gobierno, resultan en un
nivel de organización y respuesta difícilmente alcanzable en ninguna otra
parte.
La vulnerabilidad que acumulan las áreas metropolitanas en América Latina
lleva un ritmo intenso de crecimiento, para el cual no parece haber contención.
El caso chileno ya nos ha mostrado que, aun la rigurosidad de un buen código de
construcción, no basta por sí solo para asegurar a la población, y sobre todo,
que la existencia de la ley, en sí misma, no es ninguna garantía si no se
acompaña de procesos adecuados de control que obliguen a cumplir y rendir
cuentas.
La corrupción, la rentabilidad política que deja autorizar la construcción
rápida, aunque insegura, y, por supuesto, la rentabilidad económica exprimida
hasta su máxima expresión, son los principales causantes del nivel de riesgo
que se sigue acumulando.
Otros polos urbanos de gran crecimiento han continuado configurando y
consolidando esta situación. El terremoto de Pisco-Ica en Perú, en el 2007,
también nos mostró que zonas en procesos francos de crecimiento económico y de
crecimiento urbano, caótico e incontrolado, implican aumentos significativos en
la exposición a las amenazas, sin que esta exposición sea tomada en cuenta en
los diferentes cálculos de la inversión.
El desastre en Haití mostró un tipo de catástrofe que más se pareció a una
situación de guerra que a un clásico desastre mal llamado natural. Puerto
Príncipe más parecía una ciudad bombardeada. El colapso en los centros de poder
y gobierno implicó semanas o meses de una ceguera casi total en la conducción
de la crisis.
Este espejo debería ser visitado por presidentes, donantes, alcaldes y
organismos públicos. La mirada morbosa
con que siempre nos aproximamos a las grandes catástrofes, no permite aprovechar
la oportunidad valiosa que se abre. No permite visualizar que un desastre de
gran magnitud en una ciudad capital presenta complejidades mayúsculas, más allá
de los problemas del rescate, las evacuaciones y el albergue temporal. Las
instituciones están acostumbradas a llevar la ayuda a otras zonas de su país,
en un clásico flujo centro-periferia. Pero casi nadie, o nadie, ha visto
desplomarse la casa presidencial y todos los centros de información, gestión y
trabajo, desde donde se comanda, se coordina y se gestiona.
Ahora que el desastre haitiano se esfumó de la televisión y de la memoria
colectiva y que el terremoto de Chile se va sustituyendo poco a poco por el
drama de los treinta y tres mineros atrapados en las entrañas de la tierra,
cabe preguntarse si la reducción del riesgo urbano está integrada en las
agendas políticas. Si son motivo de discusión, o de decisiones concretas. No
dudo que hay iniciativas en marcha, pero este fenómeno hace tiempo desbordó las
fronteras de la administración aislada y de la coyuntura, y llama a una acción
conjunta y concertada de las autoridades políticas y de las instituciones de
toda la América Latina.
Este año la campaña de la Estrategia Internacional para la Reducción del
Riesgo de Desastres se focaliza en la seguridad de las ciudades. El riesgo
urbano comienza a ser estudiado con más seriedad y detenimiento. Sería de
esperar que esta corriente realmente logre infiltrarse en el entendimiento de
quienes tienen la responsabilidad de la administración urbana, pero que también
llegue a tantas comunidades expuestas a un riesgo latente que avanza sin pausa.
foto: Susana Arroyo (IFRC)
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Luis Rolando Durán
América Latuanis
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