viernes, 7 de agosto de 2009

Una vez me encontré con ... un ministro que no quería escuchar a las ventanas





Haití, Puerto Príncipe. No recuerdo muy bien el año, pero si recuerdo la crisis. Un gobierno improbable, tratando de organizarse luego de las idas y venidas de un un ex-cura que llegó a presidente, aclamado por su pueblo, un militar golpista que no pudo resistir los embates de la esperanza, una población desesperada desgranándose todos los días, hacia los Estados Unidos y la República Dominicana. Después, el presidente depuesto habría de volver, solo para confirmar cuan atrevida podría ser la esperanza, y cuan ingenua. Llegó en un barco de la armada gringa y lo sacaron después en un helicóptero. Los mismos que lo pusieron, lo habrían de quitar, con mucha agua sucia que pasó por el molino. Y la gente cada vez más pobre, y las opciones cada vez más pocas. 

Estaba trabajando con el PNUD y en los días de esa misión habían grandes manifestaciones todos los días. Una situación difícil de sostener, sobre todo para hacer un trabajo que se supone construye sobre las instituciones nacionales. 

Llegué al Campo de Marte (Champ de Mars), donde miles de haitianos se manifestaban, bajo un calor que bajaba a chorros por la frente y la espalda. Lo más difícil era abrirse paso entre una multitud enardecida que a veces gritaba, a veces bailaba y cantaba y nunca se podía saber que previsiones tomar ante cualquiera de los dos. 

El “Palacio de los Ministros (Palais des Ministres)” es un conjunto de edificios alojados en una cuadra muy estratégica de la ciudad y por tanto muy céntrica y complicada. Vetusto es poco decir cuando uno piensa en ese lugar, que se fue deteriorando inexorablemente, como todo en la vida haitiana.

Tenía reunión con el viceministro de trasportes, a una hora no muy precisa de la tarde. A duras penas me abrí paso entre la multitud y logré ingresar por el Ministerio del Interior, adonde tenía muy buenos contactos, en medio de toda la seguridad – guardias con viejas carabinas, con cara de sueño algunos, asustados otros y muy agresivos la mayoría. A todo esto, la multitud se acercaba cada vez más a los muros del “palacio” y la situación no pintaba nada agradable que digamos.

Por una serie de pasillos logré entrar al Ministerio de Transporte y, con muchas menos dificultades de lo esperado, en unos minutos estaba sentado en el despacho del Viceministro, tratando de conversar con su asistente y recibiendo la bendición del ruidoso acondicionador de aire. Tan ruidoso era que me permitió una falsa sensación de tranquilidad, puesto que no se escuchaban los ritmos y clamores de la multitud en la calle. Minutos después estaba sentado en un sillón de la oficina del político.

-Buenas tardes monsieur Durán. Me veo en la obligación de decirle que esta conversación que tendremos será mi punto de vista personal, puesto que acabo de renunciar a mi cargo. Como usted sabe estoy actuando de Ministro interino, puesto que mi colega renunció hace un mes, así que no tengo muy claro como quedará la situación del ministerio.
-Gracias señor ministro por su franqueza. Siento mucho lo de su renuncia, y la verdad es que si me interesa mucho su punto de vista personal.

En este intercambio tan diplomático, percibí que el ministro estaba sentado de espaldas a la ventana y yo quedaba de frente, mirando hacia la calle.

-Sabe, cuando integré este gobierno tenía muchas ilusiones. Yo pensaba que ahora si estábamos listos para llevar adelante este país. No para esas historias del desarrollo, que tanto decimos pero que no creemos, sino para mejorar un poco la vida de la gente.
-Claro – le dije yo – este país se lo merece, la gente ya ha sufrido mucho.
-Cierto, así es. 

Me di cuenta que la entrevista no importaba, ni el tema del trabajo, ni las horas de viaje vía Costa Rica, Miami y Puerto Príncipe. Para el señor Ministro, cuyo nombre no recuerdo, ni pienso tratar de encontrar,  lo importante era ese momento de su vida, el punto de inflexión en que te das cuenta que ya todo terminó, que irremediablemente las cosas se fueron al carajo y solo queda la angustia, ahogar la rebeldía y acoplarse, decir las palabras, las temibles palabras, y enfrentar la huida diciendo no puedo más, sacar tus cosas y salir a la calle, adonde puede que hayan miles o no haya nadie, a enfrentarte con vos mismo, que es la peor multitud que puede tener uno al frente cuando fracasa.

-Este podía ser un gran país monsieur Duran – continuaba, sin poner mayor atención a mis comentarios, pescando algunas palabras al vuelo para continuar elaborando su catarsis.
-Pero nosotros los políticos somos los responsables…

Con asombro, me doy cuenta que en la ventana se observaba una nube de palos, piedras y otras cosas imposibles de identificar. Los manifestantes se han acercado al muro y las cosas que lanzan se miran, suspendidas en el aire, como si se flotaran detenidas en el tiempo. En una escena dramática y ridícula, el ministro, casi ex-ministro, continúa hablando, de su vida, de su visión de las cosas, de los pocos temas que logro colar en la conversación, mientras afuera, sin que el se de cuenta, el mundo se nos viene encima. La situación es atemorizante, pero estamos en una pecera, fría y aislada del ruido externo, por los acondicionadores de aire que apenas dejan escuchar nuestras palabras.

Algo que parece un huevo se estrella contra la ventana, y unas piedras se asoman brevemente también, entonces yo decido que es hora de largarme de ahí y que mi breve visita a la soledad creciente del político en desgracia se había acabado. 

-Monsieur le ministre … creo que ya tengo toda la información que estaba buscando. Le agradezco mucho su atención. Merci beaucoup.
-De nada señor Durán, vuelva cuando quiera, comuníquese con mi despacho, bueno, ya yo no estaré, pero alguien habrá que le pueda ayudar. Au revoir.

Le miré regresando a su escritorio. Me parecía increíble su parsimonia, corrigiéndose la corbata para gastar sus últimos minutos de autoridad, como si afuera no pasara nada.

En breves segundos me di cuenta que mi situación tampoco era muy buena. Casi al final de la tarde, atrapado en el Palais de Ministres con medio país afuera saltando, gritando, bailando y tirando cuanto objeto tuviera pinta de proyectil. Los portones del Ministerio estaban cerrados y los agentes de seguridad no parecían entusiasmados con la idea de abrir para que saliera el blanquito ese tan inoportuno.



Recurrí a los pasillos internos y a mis amigos en el otro ministerio. Una de ellas me acompañó y me dijo que solo había una salida, que aún estaba libre: la puerta que solo usa el ministro del interior. Bajamos al primer piso y en una debate intenso y sudoroso en créole, logró convencer a los guardas para que me abrieran. Salí a una calle, adonde no había aún mucha gente. Logré dar un rodeo a la manifestación, una masa uniforme llena de ruidos que se condensaban en un único zumbido atemorizante. Al lado, el chofer de PNUD, tan asustado como yo, me logró rescatar de ahí.

Comenzamos a subir hacia Pétion Ville y miraba por la ventana el dolor de un país que lleva tantos años esperando, tantas veces explotado, y en su gente, con la vida consumiéndose entre intentos por salir del barranco sin fin de la miseria. Pensé también en el Ministro, en su isla de soledad a punto de desboronarse, en su aparente flema y parsimonia, pero sobre todo en su amargura. No se cuan honesto habría sido, pero si tenía claro que aún en esos momentos grandes de la vida, cuando la realidad lo borra a uno y lo vuelve parte de un instante anónimo también existe la realidad de las personas, sus grandes derrotas que se disipan, condenadas al olvido, en la vorágine de su tiempo.


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Luis Rolando Durán
América Latuanis




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