jueves, 23 de septiembre de 2010

Vulnerabilidades: De ciudades, temblores y oídos sordos




Fecha: 2011
Tiempos de terremotos


Puerto Príncipe, un 12 de enero de 2010. El mundo comenzó a mirar, primero con el morbo usual de las noticias que acompañan el café, después con angustia y más adelante, con estupor. La catástrofe humana de Haití había llegado a un nivel desbordante, fuera de los pronósticos y de la imaginación. Cientos de miles de muertos, miles de tragedias personales y familiares traídas a nuestras casas por todos los medios que la tecnología ofrece. La ciudad en el suelo, como un mastodonte vencido, con todos sus servicios colapsados, con todas las comunidades afectadas, a todas las escalas, internacionales o nacionales, toda la gente, todas las instituciones, todo el poder… Las miradas primero fueron de lástima, de sobrecogimiento, de qué podemos hacer. Luego pasaron a los señalamientos implacables, a calificar las acciones que tomó o dejó de tomar el gobierno, sin comprender que la catástrofe que se había constituido desbordaba las explicaciones y las comparaciones y que su raíz no estaba en cuánto se movió el piso, se desplazó la falla o se sacudió lo construido.

Concepción y ciudades cercanas, Chile, un 27 de febrero. Al principio, un gobierno despistado, con una peligrosa – y luego fatal – confianza, y una prensa internacional especulando que el éxito económico traería también eficiencia en la atención humanitaria y la coordinación.

Luego, las imágenes y las informaciones trajeron también el estupor, la irrefutable realidad de una tragedia que casi nadie esperaba. Infraestructura en el suelo, carreteras supermodernas afectadas en lo más básico, edificios partidos por la mitad. Y lo peor, cientos de muertos, entre estos, personas afectadas por un tsunami del cual hubo información a tiempo, pero que no llegó a donde debía. Después, del estupor a la incredulidad: el país latino más desarrollado, el de las cifras erectas, miraba, sin creerlo, a sus ciudadanos robando, saqueando. Curiosamente, saqueaban supermercados llenos de alimentos, de materiales, ni tan urgentes ni tan necesarios, pero que cuesta explicarse por qué estaban embodegados y no disponibles para una población asustada, temerosa de lo que podría venir y con poca información oficial creíble.

Otra vez las explicaciones fáciles, los dedos señalando a los ladrones ingratos y desalmados abusando de la histeria y de la confusión. El ejército de Chile, nuevamente salió a la calle. Hace décadas salió a proteger a la oligarquía y los intereses extranjeros, ahora volvió a salir… a proteger los supermercados, los intereses de la oligarquía y de los extranjeros…. Después, la atención desbordó páginas y megabytes para explicar la sociología del saqueo, sin abordar muchas de las causas que lo indujeron..

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Quizás la característica más común entre ambos desastres fue la falta de prevención. La desidia ante un fenómeno anunciado, cocinado a fuego lento y sobre el cual existían avisos y previsiones.

Sin embargo, igual que sucede con las inundaciones y los deslizamientos, y antes con la sequía, una suerte de inercia soñolienta es la principal respuesta ante estos avisos recurrentes. Cientos o miles de personas se preocupan, se preparan, estudian, vigilan y tratan de llamar la atención, pero aun cuando estos esfuerzos se convierten en un plan o en una estrategia, no alcanzan a mover la pesada maquinaria de la burocracia y de la decisión política. Ni en los gobiernos, ni en la cooperación internacional. No me refiero a aprobar un proyecto de cooperación técnica, a instalar un sistema de vigilancia o a capacitar un centro de operaciones de emergencia, sino a las verdaderas decisiones que marcan el rumbo de la inversión pública y del desarrollo.

Hay ejemplos interesantes de decisiones que han sido tomadas después de un gran desastre, y que de algún modo han generado impacto, o prometen hacerlo: después de los terremotos de México (85) y El Salvador (86), el Instituto Costarricense de Electricidad de Costa Rica reforzó su infraestructura de energía y telecomunicaciones. En 1991 esta infraestructura resultó prácticamente ilesa de un sismo de 7.4 grados en la escala de Ritcher. En San Salvador, durante los sismos del 2001, el sistema de telecomunicaciones del país prácticamente no se vio afectado, cuando en el 1986 colapsó por completo. Razones: el reforzamiento de los sistemas, el criterio de continuidad y servicio que fue aplicado por las compañías de telecomunicaciones – la primera, pública y la segunda, privada – basadas en las experiencias de otros desastres. En el año 2010, gracias a que un fuerte sismo sacudió el piso de varios presidentes latinoamericanos durante el cambio de poderes en Chile, el gobierno peruano lanzó una intensa iniciativa de preparación, reforzamiento estructural y organización, con una atención especial a la vulnerabilidad estructural de la ciudad de Lima. Signos, señales que demuestran, que se puede aprender de la experiencia ajena.

Sin embargo, mirar los efectos del terremoto en Haití hace que uno se pregunte: qué pasaría en Caracas, Managua, San José o Quito. Con lo sucedido en Chile, qué pasará en el Callao, en Puntarenas, Guayaquil o Trujillo. El tsunami en el sur de Chile nos actualizó una realidad vieja en nuestra región, algo que solo parecía visible en las fantasías hollywoodenses. Pero la memoria es corta… en setiembre de 1992, Nicaragua entera miraba horrorizada como olas de diez metros de altura dejaban un saldo de más de cien personas muertas, entre ellas muchos niños, por la hora del evento. En los últimos quinientos años, Centroamérica ha experimentado más de cincuenta tsunamis con efectos desastrosos en su mayoría, pero el recuerdo se esfuma demasiado rápido, las decisiones de mueren de vejez temprana y la exposición de la población costera y sus medios de vida sigue creciendo.

Una excepción muy honrosa, y que debe valorarse en todo lo que corresponde, es la de los sistemas de alerta temprana para inundaciones. En Centroamérica, principalmente, son cientos de vidas las que se salvan anualmente gracias a la existencia de mecanismos de aviso y participación comunitaria. El caso cubano es – redundancia involuntaria – una isla en el mundo, puesto que el sistema de coordinación, la participación de la población y el gobierno, resultan en un nivel de organización y respuesta difícilmente alcanzable en ninguna otra parte.

La vulnerabilidad que acumulan las áreas metropolitanas en América Latina lleva un ritmo intenso de crecimiento, para el cual no parece haber contención. El caso chileno ya nos ha mostrado que, aun la rigurosidad de un buen código de construcción, no basta por sí solo para asegurar a la población, y sobre todo, que la existencia de la ley, en sí misma, no es ninguna garantía si no se acompaña de procesos adecuados de control que obliguen a cumplir y rendir cuentas.

La corrupción, la rentabilidad política que deja autorizar la construcción rápida, aunque insegura, y, por supuesto, la rentabilidad económica exprimida hasta su máxima expresión, son los principales causantes del nivel de riesgo que se sigue acumulando.

Otros polos urbanos de gran crecimiento han continuado configurando y consolidando esta situación. El terremoto de Pisco-Ica en Perú, en el 2007, también nos mostró que zonas en procesos francos de crecimiento económico y de crecimiento urbano, caótico e incontrolado, implican aumentos significativos en la exposición a las amenazas, sin que esta exposición sea tomada en cuenta en los diferentes cálculos de la inversión.

El desastre en Haití mostró un tipo de catástrofe que más se pareció a una situación de guerra que a un clásico desastre mal llamado natural. Puerto Príncipe más parecía una ciudad bombardeada. El colapso en los centros de poder y gobierno implicó semanas o meses de una ceguera casi total en la conducción de la crisis.

Este espejo debería ser visitado por presidentes, donantes, alcaldes y organismos públicos.  La mirada morbosa con que siempre nos aproximamos a las grandes catástrofes, no permite aprovechar la oportunidad valiosa que se abre. No permite visualizar que un desastre de gran magnitud en una ciudad capital presenta complejidades mayúsculas, más allá de los problemas del rescate, las evacuaciones y el albergue temporal. Las instituciones están acostumbradas a llevar la ayuda a otras zonas de su país, en un clásico flujo centro-periferia. Pero casi nadie, o nadie, ha visto desplomarse la casa presidencial y todos los centros de información, gestión y trabajo, desde donde se comanda, se coordina y se gestiona.

Ahora que el desastre haitiano se esfumó de la televisión y de la memoria colectiva y que el terremoto de Chile se va sustituyendo poco a poco por el drama de los treinta y tres mineros atrapados en las entrañas de la tierra, cabe preguntarse si la reducción del riesgo urbano está integrada en las agendas políticas. Si son motivo de discusión, o de decisiones concretas. No dudo que hay iniciativas en marcha, pero este fenómeno hace tiempo desbordó las fronteras de la administración aislada y de la coyuntura, y llama a una acción conjunta y concertada de las autoridades políticas y de las instituciones de toda la América Latina.


Este año la campaña de la Estrategia Internacional para la Reducción del Riesgo de Desastres se focaliza en la seguridad de las ciudades. El riesgo urbano comienza a ser estudiado con más seriedad y detenimiento. Sería de esperar que esta corriente realmente logre infiltrarse en el entendimiento de quienes tienen la responsabilidad de la administración urbana, pero que también llegue a tantas comunidades expuestas a un riesgo latente que avanza sin pausa.


foto: Susana Arroyo (IFRC)


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Luis Rolando Durán
América Latuanis