viernes, 30 de enero de 2015

Souvenirs de la tierra de uno (Haití 2015)







































La “rue de la montagne noire”. El camino de la montaña negra, en Pétion Ville Haití. 

Como parte de mi rutina de caminata diaria, voy subiendo por los enrevesados caminos de la ciudad. Son las nueve de un sábado y percibo de cerca la mañana, el barrio, la gente, lo simple que acontece en la vida, aquí o en cualquier parte, cuando se transcurre en la escala de las pequeñas cosas que nutren lo grandioso y pasan desapercibidas al ojo del observador que generaliza. Una señora está abriendo las puertas metálicas de un puestito de 3x3 donde se venden las ilusiones de la lotería: el sorteo de la lotería de Nueva York, que sirve como referencia irrefutable en la decisión de quien alcanza al final su sueño de mejoría. Al lado, en un murmullo que sube de tono, se agolpa la gente a la entrada de la tienda de abarrotes. Huele a arroz, a café, a carbón, a cocina con piso de tierra. En la calle, en los 10 centímetros que hacen de acera y de desagüe, otra señora, con una mirada de pereza o de hastío, vende cables eléctricos, cargadores de celulares y vajillas de latón.

Yo, como observador, al principio encuentro una dinámica pintoresca, exótica o por último especial, fuera de lo ordinario. Pero claro, soy yo quien está fuera de lo ordinario, y la mañana se desarrolla con la cálida costumbre, añeja y fiel, que se llena de ruidos lejanos que se mezclan: el canto de un gallo despistado, el olor a leña y los cantos distraídos de quienes preparan la marmita para el mediodía, la mamá que quiere atrapar con un grito, como si fuera una extensión de su brazo, al hijo que corre fuera del límite. No importa cual este sea.

Sin ánimos de mal copiar a Proust, pero con muchas ganas de comer su madelaine y sentir como la nostalgia y el recuerdo de la tierra inmediata se viene de golpe, pienso en la capacidad de convocatoria que tienen los sonidos y los olores, las escenas que se repiten, con otros protagonistas y contextos, pero que se cargan de lo mismo, de la misma sangre, del mismo latido, de los mismos sueños.

Entonces, claro, reconozco que estoy metido en la misma mañana que viví tantas veces. A veces calurosa, con el polvo levantándose en pequeños remolinos, a veces con una lluvia tenue que convertía el camino a la escuela o a la iglesia los domingos, en un barrial entretenido y retador, que ilustraba la aventura imaginada en sitios exóticos con nombre impronunciable. Entonces nos tomábamos el tiempo, haciendo de cada salto y resbalón, un cruce valiente por la jungla, un asalto pirata en una ciudad del Caribe o el camino escarpado por cumbres africanas.

Pienso en las tardes del verano, lleno luz y sol, con nubes esporádicas, clavadas entre las colinas. La calle polvorienta y acogedora se llenaba de chiquillos que bailaban trompos y chiquillas que jugaban la rayuela. De vez en cuando o muy seguido, rompíamos la división machista de la diversión, y ellas bailaban el trompo con maestría, mientras los hombres avanzábamos, saltando, hacia el cielo o al sol que coronaba la rayuela.

En esas mismas tardes, en casa de los abuelos, molíamos el café y el maíz. El café me seducía, con el brillo lechoso del grano negro, entero. Tostado, pero no quemado, apenas lo suficiente para dejar salir los aceites. Porque solo el abuelo tostaba, nadie más podía asegurar esa calidad final. Y ahí estaba el primer aroma del café, inundando el fogón, la casa y el barrio. Cuando la muela quiebra los granos, la cocina se llena del segundo aroma, más cercano, pero muy intenso, es el café generoso que te deja el olor en la piel, cuando se convierte en polvo.

Hace unos meses conversaba con Jennifer Gonçalves, una persona entrañable, y me contaba de su Coimbra natal, en Portugal. La vida entre plantaciones de oliva, el aroma del aceite llenando la casa primero y luego el paladar. Llenando la boca de futuros recuerdos, de una saudade que se lleva puesta por donde quiera que uno esté.

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Hoy, como en los últimos 15 años, la gente de Haití me devuelve sobre mis raíces, me refleja en el patio de la escuela donde un número incontable de niños corre tras una bola o en el rostro del voluntario de la Cruz Roja que recibió sus primeras clases de primeros auxilios, y se siente listo y ansioso por salir a ayudar a su gente. 

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Una estrofa de la canción de Serrat (Barquito de papel)

Barquito de papel,
en qué extraño arenal
habrán varado
tu sonrisa y mi pasado,
vestidos de colegial

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Campinas, Brasil 2014
Puerto Príncipe, Haiti, 2015

Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis










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