martes, 6 de mayo de 2008

No sé casi nada de Rufina...





No sé casi nada de Rufina. Su edad, su apellido, mucho menos su historia. Sé que vive en San José de los Molinos, en la provincia peruana de Ica. Una zona fuertemente afectada por el sismo que removió la vida de miles de personas en el llamado “Sur Chico” del Perú en el año 2007.  

Vi la casa de Rufina, lo que quedó de ella; más aún, me asomé a su vida, en una larguísima fracción de tiempo, en un instante de esos que junta historias. Una casualidad que congela el tiempo y se resiste a continuar, que te obliga a abandonar el desenfado con el que se cruza en medio de momentos trágicos y anónimos. Esos instantes que fraguan algo, y que uno tiene la certeza de que pasará mucho tiempo antes de entender lo que verdaderamente fueron.

Retomé mi vida de Cruzrojista después de casi 20 años de ausencia. Mis 10 años de voluntariado me marcaron por completo y orientaron mi futuro profesional, pero más allá de eso, le dieron una base a mi encuadre con la vida, a eso que uno podría llamar su humanidad. Por eso, en todos estos años de trashumante he llevado esa identidad particular, unas veces como un simple recuerdo, otras como una posibilidad que acecha o una deuda que retribuir. Después de que la casualidad me trajera de regreso, me he vuelto a integrar en un mundo de constataciones fuertes, de aterrizaje en la cotidiana realidad de personas y comunidades, de compromiso ineludible con principios y enunciados, que desbordan retórica, pero que se basan en una realidad terca, donde son más los que sufren y son los que menos tienen, donde la historia condena y la exclusión y la injusticia social determinan quien lo pierde todo.

Ahí, en esa realidad me encontré con Rufina, regresando de una misión de campo con la Federación Internacional de la Cruz Roja y la Cruz Roja Peruana. Estábamos evaluando el impacto del terremoto y las posibilidades de comenzar la “recuperación temprana” de medios de vida. En la comunidad de San José de los Molinos, un grupo de vecinos detuvieron nuestro carro y pidieron ayuda. Confieso que al principio pensé que nos iban a pedir comida, vituallas o cualquier cosa de esas que la gente en su desesperación busca y trata de obtener cuando - la casualidad de nuevo, - alguien se aparece por sus predios de olvido.

Pues no era eso, una señora comenzó a hablarnos de la anciana que vive al frente, quien sufría la engañosa ventaja de que el terremoto no derrumbó su casa de adobe. Lo que quedaba de ella, un oscuro cuadrado lleno de polvo y recuerdos, estaba agrietado y sostenido por alguna casualidad física, que no resistirá ni el próximo viento que baje de los cerros. Los vecinos armaron un pequeño refugio, hecho de estera, donde pusieron algunas pocas cosas.

En ese instante apareció Rufina, venía con una pequeña bolsa en su mano. Caminaba doblada, como arrastrando un cansancio viejo y pesado, pero familiar. Su rostro era oscuro, lleno de surcos duros y profundos. Su mirada no estaba, aunque sus ojos enfocaban con fijeza, con dolor y rabia. Miró las piedras con que los vecinos querían evitar que entrara en su casa. Entre suspiros y palabras confusas comenzó a tratar de subirse en ellas, a quitarlas con sus manos, a maldecirnos a todos, a los que estábamos ahí, a los que un día estuvieron y se fueron, a los que murieron, y a los que ella no sabrá nunca de que manera la condenaron a vivir ahí, a vivir así. Natalia y Denise, mis colegas en la misión, se esforzaban por hacerla entrar en razón. También sus vecinos. Pero ella no quería abandonar sus pertenencias, sus animales, su familia. Todas esas cosas que habían encallado en su tiempo, en su alma, en su manera de mirar y vivir su casa. Y nosotros estábamos ahí, con nuestro terco raciocinio, tratando de mostrarle que no le quedaba nada, que era mejor salir.

Tomé a Rufina por la cintura y comencé a hablar con ella. A alejarla suavemente. Tomé también su mano y nos fuimos caminando. Hablábamos mientras caminábamos juntos, muy cerca. Pero no caminábamos en la misma calle, ni en el mismo día. Ella iba en su tiempo sin terremoto, tratando de proteger su vida, sus querencias guardadas, evitando que se volvieran solamente recuerdo.

Llegamos al refugio, ahí estaba su cama, su ropero roto y totalmente vacío. Una pequeña silla. Aceptó sentarse y me agaché a conversar con ella. Tome su pelo y lo acaricié. - Rufina, todos te queremos mucho - fue lo más sensato que pude decir. Se lo repetí despacio, muchas veces, mientras pasaba mi mano por su pelo. Quédate un día, por lo menos un día. 

¿Como decirle que no tenía nada? ¿cómo decirle que su casa no tenía valor, que era un peligro para ella? No pude hacerlo. Hasta que entendí que sus cosas las llevaba puestas, su familia, sus animales, los muebles que algún día fueron ... hasta que entendí la terca resistencia de esa mujer, que ese día me enseñó lo que es luchar hasta que la razón se acabe, hasta que nadie entienda, hasta que la soledad se instale, con uno y con sus recuerdos, con esas cosas que tendrán valor toda la vida, aunque otros digan que ya no están.


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Luis Rolando Durán
América Latuanis