domingo, 1 de julio de 2007

Una vez me encontré con ... un periodista bajito, con una historia sorprendente

Corrían los días de a fines de guerra. En Managua el ambiente era festivo. Llegué el día de la manifestación de la juventud sandinista. Era el año 89 o el 90 y todo el mundo se preparaba para unas elecciones que prometían “caudalosos ríos de leche y miel” como pregonaban el libro del Exodo y el himno sandinista de entonces.

Llegué donde un amigo del alma - Pedro González, un tipo tan terco que decidió morirse antes de tiempo – y me instalé en su oficina. De ahí nos fuimos directo, como era nuestra costumbre, a buscar un bar para tomar cerveza y conversar sobre el futuro venturoso de las revoluciones.

Nos instalamos en el Ranchón Salvadoreño, frente al hotel Intercontinental y con mirada hacia el teatro Rubén Darío y al lago de Managua. El bar pertenecía al Partido Comunista Salvadoreño, según me contó Pedrito en el más absoluto de los secretos (como Pedro tenía voz de barítono, sus comentarios secretos siempre se esparcían años luz a la redonda). Pensé que volvería muchas veces a ese lugar.

El caso es que hacía calor, la muchachada venía regresando de la plaza y el ambiento festivo se esparcía por esa Managua, de quien Cortázar dijo un  día:

“de pie entre ruinas, bella en sus baldíos, pobre como las armas combatientes rica como la sangre de sus hijos
Ya ves, viajero, está su puerta abierta, todo el país es una inmensa casa”

Al dia siguiente me fui a trabajar con esta ONG salvadoreña, cuyo nombre no recuerdo. Trabajo intenso y mucho sudor, pero siempre con mucha alegría. La compa que coordinaba el proyecto, Silvia, era una mujer de mucho empuje y entusiasmo. Su compañero era un hombre pequeñito y taciturno que se aparecía de vez en cuando y me decía “gordo, una cervecita. Y así, a punta de toñas (la cerveza nica, pues) e historias de todo tipo, se pasaba el tiempo.

Un día, con mi compañero de andanzas, el flaco, decidimos invitarlo a tomar unos tragos, y por supuesto, caímos en el Ranchón Salvadoreño, donde una gran imagen de Farabundo Martí le daba a uno la bienvenida. Entre birras y bocas, la conversación se puso intensa, llena de planes y grandilocuencia, como corresponde a todo borracho que se tenga el más mínimo respeto. Muy avanzada la noche, nuestro amigo tenía su cabeza en un ángulo imposible, casi recostado en la mesa, pero manteniendo aún el mínimo de vertical que te exige el decoro. Desde ahí nos dijo:

- Yo le dije a Silvio Rodríguez adonde estaba el Unicornio Azul.
- Ya guón. Tuanis.
- ¡Puta chero, estoy hablando en serio!
- Como no, guón, todo el mundo tiene una historia sobre el Unicornio Azul.
- Si – dijo el flaco – que era un bluyín, que la novia, que una fumada …
- Bueno – dice el compa – busquen el disco y lean la contratapa.

Lo siguiente  fue muy complicado, porque Juan José en ese momento dio por terminada su relación con el equilibrio y comenzó a roncar en la mesa. El flaco y yo lo sacamos del bar, lo subimos a su Lada Samara, y partimos para la casa, donde quedó a buen recaudo.

Tiempo después, hice una de esas visitas que después de tantos años se vuelve peregrinación: llegué a la Librería de Lalo Montecinos, un librero de esos en peligro de extinción. Lalo, en mi época de recién llegado al barrio universitario en San Pedro, me hacía buen precio, me daba fiado y sobre todo me daba consejos y conversación. Pues bien, en esa época Lalo también tenía “long plays” de música latinoamericana, muy difíciles de conseguir en tiendas corrientes de música. Hurgando entre ellos me encontré con el disco original del Unicornio Azul, ese que tiene una portada toda bucólica y medieval. 

Pues bien, dando el beneficio de la duda lo abrí y miré la contratapa; fechado “La Habana, abril de 1982”  venía una prólogo de Silvio a su disco, donde decía:

“Quiero acusar públicamente el recibo de una noticia sumamente legítima. Todo empezó por un amigo muy querido que tuve, un salvadoreño llamado Roque Dalton, quien además de haber sido un magnífico poeta fue un gran revolucionario, compromiso que le hizo perder la vida cuando era combatiente clandestino. 

El caso es que Roque tuvo varios hijos; entre ellos Roquito -el que hace tiempo se encuentra prisionero y del que no se sabe suerte-, y Juan José, que jovencito y delgado como es fue guerrillero, herido y capturado y torturado. A este último fue a quien encontré hace poco y me contó que allá, en las montañas de El Salvador, andando con la aguerrida tropa de los humildes, trotaba un caballito azul con un cuerno”.

- ¡Juan José! ¡Guanaco de mierda, tenías razón!
Pues sí, era verdad, el entonces Juan José García, compañero de tragos por la ajetreada Managua le había dicho a Silvio Rodríguez por donde andaba el Unicornio Azul. Allá, en su tierra, esa,  de la cual Silvio también dijo “por quien merece amor”. 

Regresando varias veces a Managua y una última vez en el San Salvador de la posguerra,  tuve muchas conversaciones con Juan José: porqué no usaba su apellido, su papel entonces en Salpress, la agencia de noticias del FMLN, su familia, sus andanzas, su tiempo en la cárcel y su manera de sobrevivir a la tortura.  Como Roque, su tata, un sobreviviente (¡que una vez eludió la sentencia de muerte que podría ser su apellido diciendo que se llamaba Tom Jones!). 

¿Cuanta profundidad y maravilla se nos habrá quedado anónima por no querer escuchar, por no querer mirar más allá de los párpados? Tanto que nos quejamos de que nada emocionante nos pasa y es simplemente por la terca miopía que nos impide comprender que lo excepcional está siempre alrededor y que somos nosotros y nadie más, responsables de invocarlo.

Quiero terminar esta historia con una anécdota chistosa (pienso yo):

El día antes de las elección del 90, estábamos Juan José, el flaco y yo, circulando por Managua. Había un ambiente victorioso - que luego se volvió sepulcral, pero esa no es la historia – y nosotros estábamos quemando el tiempo para escuchar noticias de los conteos de votos.

En varias carreteras habían unas banderas rojineras gigantescas y a nosotros se nos ocurrió robarnos una para llevarla de souvenir. Juan José nos dijo: - yo sé donde no pasa nadie, vamos allá y la conseguimos. Listo pues, vámonos.

Llegamos a una parte de la carretera, donde había muy poca luz. El flaco llevaba su inseparable cuchilla suiza y se subió en mis hombros para cortar la bandera. 

Estamos en esa posición exacta, cuando escuchamos miles de sirenas. De pronto, toda la carretera se iluminó, pasaron cuatro motos de la policía, dos vehículos de seguridad, cuatro vehículos blancos del grupo de verificación de la OEA, dos más de ONUCA, y  otro montón de motorizados que cerraban el cortejo. Los policías nos miraban con una cara de sorpresa indescriptible, y el flaco además se había quedado paralizado allá arriba. 

- Cabrón, bajáte, que nos van a sacar a mierda – le decía Juan José.
Probablemente, la velocidad de la caravana y lo prioritario de su misión, le impidió a la policía ponernos más atención. El flaco cortó la bandera y finalmente pudimos regresar. 

A tomarnos un trago, por supuesto, que un susto así se tiene que celebrar.



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Luis Rolando Durán Vargas América Latuanis

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