viernes, 16 de noviembre de 2018

Ici, la rivière c'est la vie. El dilema del agua en el sur de Africa


Africa del Sur: noches calurosas o frescas, alternancia que anuncia un tiempo por descifrar.

Al frente, la sabana seca. Rotundamente seca. Como si un incendio gigantesco la hubiese abatido, sin la la huella oscura de la ceniza y con la dureza del suelo cuarteado que perdió el recuerdo de la humedad. Raíces que se aferran, espinas que luchan por retener en la punta el agua que no viene. El sol cae, inapelable, sobre una naturaleza desolada, con aire de premonición.

Kruger Park es un símbolo, un sitio parado en el tiempo de la naturaleza. La fauna salvaje tiene su santuario, protegida de los rifles y los circos. Una manada de elefantes camina en fila, con sus crías en medio de la marcha, protegidas por el instinto primario de la supervivencia de la especie, y por qué no, por el instinto del amor, que es anterior a lo primario. Las gacelas corren y saltan. Parecen plumas llevadas por el viento, frágiles o quebradizas, pero corren con decisión por la pradera, por el bosque bajo y espinoso. El león solitario avanza a paso firme, tal vez buscando su grupo, tal vez rezagado o quizás solo, en una soledad nostálgica y definitiva. Recuerda la vida que transcurre al otro lado de la cerca, con la manada humana que cada día se aísla más en su trampa de motores y cemento.



El Crocodile River transcurre. Baja de la montaña y se desparrama con su azul turquesa, por el parque y sus vecinos. El río trae la vida, como dijo Michel Matera. Ici la rivière c'est la vie. Estamos en una casa al otro lado de la cerca, es Marloth Park. Al frente pasa el río, cantador incansable. Se adivina bajo de caudal, por las huellas y roturas de su lecho evidente. Pero está ahí, convocando la vida. Cuando llegamos en la noche, apenas se podía ver, y la silueta pesada y lenta de cuatro o cinco elefantes anunció lo que sería el día. El río convocando mastodontes y pájaros, impalas y facoqueros. Las piedras calientes también cantan, el destino integrador del río.

Pero el Kruger exótico no escapa a la realidad africana. La realidad de los excesos y las carencias. Del agua que falta unos años y que llega abundante y generosa después. En Angola una sequía de 4 años llevó a vastas poblaciones en el sur a empujar sus condiciones de vida hasta el borde, cultivos muriendo, el simbólico ganado que las poblaciones del sur observan con orgullo en las tardes rojas y polvorientas, murió de hambre y de sed. La población desgastada emigró y buscó desesperadamente la manera de sobrevivir. Las mujeres, como es usual, sufrieron las consecuencias desde la desigualdad que las caracteriza; la violencia de género subió, igual que la mortalidad infantil. Carencias de política y no caracencia de agua. En Malawi, casi la mitad de la población se balancea en la cuerda floja del hambre.

En estos días de viaje por varios países africanos la diferencia de paisajes es notoria. Extensos campos de maíz en Malawi, agotados por la práctica poco eficiente que pone a la población en vulnerabilidad crónica. En Sudáfrica, hectáreas interminables de caña de azúcar, de cítricos o aguacate, pueblan un espacio verde con redes permanentes de riego, mientras, al otro lado de la cerca, el suelo seco y los arbustos cansados de polvo parecen muertos de sed.

El agua sigue siendo el gran dilema. La lucha, la contradicción. Hace pocos años, Malawi tuvo dos catástrofes seguidas: una sequía de alto impacto humanitario y unas inundaciones que también requirieron de asistencia internacional. En el sur de Angola, se suceden períodos catastróficos de sequía e inundación. Esa dualidad, mucha o poca agua, atestigua los problemas esenciales, lo que hay en el fondo: la falta de compreensión de las dinámicas naturales, recurrentes y prácticamente obvias (no es el terremoto o el volcán que pueden manifestarse con siglos de distancia, son períodos cortos, ni siquiera décadas); el uso inapropiado, insostenible del territorio; la práctica intensiva o el pastoreo bucólico desinformado, que quizás no desgasta tanto como la sobreexplotación de los recursos, pero que expone a la población que la práctica de forma insostenible.



Conversaba con mi colega Marta Acero, sobre la sensación que queda del territorio, de la lucha por encontrar soluciones equilibradas, donde las relaciones ecológicas tengan tiempo y espacio, de las decisiones ausentes y las que llegan o pueden llegar. Me comentaba sobre los grandes dilemas que enfrenta la gente que lucha por la conservación en el Valle del Rift. Lo que parece obvio y necesario no es rentable, y toca estirar al máximo los principios y las opcioneas.  Le decía a Marta que siempre, cuando vuelo sobre Africa del Sur, tengo la sensación de un territorio roto, de un espacio abusado. Los grandes agujeros de la minería a cielo abierto o las torres de aspecto apocalíptico, que lanzan humo, como presagiando aquellas pesadillas nucleares que llenaron el cine gringo y soviético el siglo pasado. Sin embargo, ahí, frente a la cerca que divide y protege al Kruger, también hay un testimonio. El de la decisión que permitió preservar, con respecto y cariño, una inmensidad de naturaleza. También muestra como los seres humanos podemos ser capaces de comprender y actuar, con una visión de equilibrio.



El anuncio sobre la próxima llegada del Fenómeno del Niño no deja de causar angustia. Otra vez, como toda la vida, el calientamiento de la aguas del sur generará un arreglo de vientos y corrientes hermoso en sí mismo. Un fenómeno que justamente muestra como la naturaleza siempre busca el equilibrio. La gran pregunta es cuanto lograremos manejar esos efectos harto conocidos. Aquí, en el sur de Africa, la temporada de lluvias podría ser muy fuerte. Antes ya lo ha sido, y es bueno ver como países e instituciones se prepararan con seriedad. La esperanza es que los factores que han creado la vulnerabilidad de las poblaciones, como el mercado de alimentos, puedan ser manejados de forma que no acentuén los efectos potenciales.

Un desafío global no de corto plazo, sino inmediato.




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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis

miércoles, 16 de mayo de 2018

Anotaciones desde Sierra Leona



Para llegar a Sierra Leona tomé un vuelo de Lillongwe hacia Nairobi. De ahí volamos a Accra, luego a Monrovia en Liberia, para finalmente aterrizar, como 10 horas más tarde, en una isla frente a la ciudad de Freetown. La sorpresa fue tener que salir del aeropuerto a una terminal de buses, para de ahí tomar un ferry que nos llevaría a la ciudad.

Navegando frente a la ciudad -junto a mi colega Sumati Rajput, quien venía ya por segunda vez y me había salvado de la incertidumbre y la sorpresa del proceso de llegada - apareció frente a nosotros una geografía abrupta, rota. 

Desde ese mar picado que nos daba la bienvenida, pudimos ver los cerros poblados de bosque o forrados de una cobertura urbana caótica, intensa, aferrada al declive, como esperando el momento en que la gravedad acabara por resolver el conflicto entre el suelo y la sociedad. La línea de costa y sus playas de arena blanca, se miraba despoblada, con algunos botes de pescadores moviéndose al vaivén de las olas. Una sensación de soledad y ausencia parecía asentada en la tierra y el mar. 

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Hace solo tres años el virus del ébola se extendió por el país.  “…el brote comenzó de forma lenta y silenciosa, y se acumuló gradualmente hasta una explosión de casos a fines de mayo y principios de junio de 2015. Los casos luego aumentaron exponencialmente en el último trimestre del año, y noviembre alcanzó el salto más espectacular” reportaba la Organización Mundial de la Salud.

Médicos sin Fronteras (MSF) abrió un centro de tratamiento del Ébola en la zona Kailahun y un coordinador de emergencia de la organización diría, "Llegamos demasiado tarde cuando las aldeas ya tenían docenas de casos. No sabemos dónde están teniendo lugar todas las cadenas de transmisión ".

A fines de diciembre, Sierra Leona, con una población de tan solo 6,2 millones de habitantes, había registrado más de 9,000 casos de ébola y se supone que la cantidad llegó a 15.000, con casi 4.000 muertos y más de 4.000 supervivientes registrados.

En marzo de 2016 la epidemia se dio por finalizada, luego de un arduo y eficiente trabajo coordinado entre el gobierno, la OMS y la cooperación internacional.


En Agosto de 2017, después de tres días de intensas lluvias, se generaron inundaciones repentinas y un derrumbe masivo en la capital Freetown y sus alrededores. El desastre más severo ocurrió en los distritos de Regent y Lumley con un masivo deslizamiento de lodo de 6 kilómetros que sumergió y arrasó con más de 300 casas a lo largo de las orillas del río Juba. Las inundaciones repentinas también afectaron al menos otras cuatro comunidades en otras partes de Freetown (reporte de ReliefWeb). 


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La noche llegó y se pobló de muertos, sepultados bajo toneladas de barro y grandes rocas que rodaron como guijarros en un juego de Micromegas. No hubo alerta, porque no había, ni hay hoy todavía, una capacidad institucional de vigilancia e información de los fenómenos naturales, que permita, al menos, avisar a la población con tiempo. El desafío mayor, de reducir una vulnerabilidad social, económica y ambiental, claramente asentadas a lo largo del país, es aún largo e incierto. 











































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Llegué a Sierra Leona, junto a un grupo de colegas de varios países, para apoyar el proceso de reforma normativa e institucional, que permita mejorar la capacidad del país para reducir el riesgo, adaptarse, y mejorar la respuesta a desastres.

Cuando llegué a Freetown no podía dejar de pensar que este era un país lleno de muerte y dolor.  Caminando en la zona del deslizamiento era imposible no pensar que lo hacia sobre decenas o cientos de personas muertas, que aún se encuentran bajo toneladas de escombros. ¿Cómo será para una sociedad tener que levantarse de tanto dolor, de tanta pérdida?



Venir a Sierra Leona es casi un estigma. Viajar con su sello en el pasaporte es sinónimo de espera en los aeropuertos, de reportes al área de salud, de miradas sospechosas y a veces de terror. Una situación comprensible, pero que da esa rabia impotente cuando se atestigua la injusticia y el prejuicio, con un país que ha pagado con sufrimiento, y que sigue enfrentando el desprecio y la lástima temporal, que tanto se parecen.

Las epidemias, las sequías y los desastres en general, son fenómenos producidos desde la pobreza, la exclusión, la falta de cobertura de servicios, la urbanización caótica que lleva a la población rural a dejar el campo para caer encima de espacios sobrecargados y completamente desbordados. Ese reto sigue casi intacto aquí en Africa y en muchos países de nuestra América Latina.

Desde la cooperación internacional los desafíos éticos, políticos y técnicos siguen estando centrados en la comprensión y aceptación de la diferencia, de las razones históricas y culturales que han llevado a una desigualdad explosiva. Esto de ninguna manera debe implicar una disculpa a la clase política o los procesos nacionales que han acentuado la vulnerabilidad de la población, por el contrario. 

Debo decir que Sierra Leona, en esta visita tan corta, me ha llenado de sorpresas. Gente que no parece mirar desde la realidad esa que el prejuicio tan gratuitamente teje. Todo lo contrario, encontré una profunda esperanza, un gran deseo de cambio y de mejoría. La alcaldesa electa de Freetown, voluntarios y voluntarias de la Cruz Roja, técnicos y líderes institucionales, autoridades políticas, gente llena de energía contagiosa y, sobre todo, de un convencimiento movilizador.




Con la gente de la Cruz Roja en Freetown




Este vídeo muestra de una manera hermosa esa fuerza esperanzadora de la población de Sierra Leona
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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis