domingo, 20 de abril de 2014

Un señor muy viejo, llevado por las mariposas


Comenzaba el segundo lustro de los años 70 y yo me había encontrado un tesoro literario en la biblioteca de mis tíos, en San Rafael de Puriscal. Shakespeare y las tragedias griegas, el romancero español, y los cuentos de caballerías andantes. Todo eso lo leí varias veces durante aquel año de lluvia y fantasía.

Cuando acabé lo que había, me hundí en la otra parte de la biblioteca. Estaba llena de revistas y libros de autoayuda, con títulos como “el vendedor más grande del mundo” o “el poder del pensamiento tenaz”.  Me resistí muchas veces y volví a Penas por amor perdidas”, el mercader de Venecia y otros por estilo. Hasta que un día pudo más el deseo de leer algo nuevo y, al azar, saqué uno de los libros con título sospechoso: “cien años de soledad”. Imaginaba un manual para sentirse bien, o un set de consejos, como los que abundan en la literatura urbana de hoy.

La portada era extraña y tenía una “e” al revés. La primera frase decía “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Hoy, igual que entonces, la frase me estremeció. La tarde remota sería para mí el primer binomio donde el adjetivo, aparentemente sencillo y cotidiano, convocaría sombras, nostalgias y deseos.


No paré hasta terminar el libro, que me llevó temprano por un territorio que habría de conocer de cerca mucho después: América Latina. También me llevó por una de las certezas más rotundas: que la magia si existe, porque la llevamos por dentro; que solo basta mirar, con ojos abiertos e imaginación impune. Siguió después La Hojarasca, los escritos periodísticos, la Mala Hora… los cuentos infinitos que llenarían muchas tardes tan calurosas como la que atravesaron la mujer y la niña en la siesta del martes.

Durante mucho tiempo, hacía una visita anual a Cien años, para leerlo despacio, haciendo rayuela, como recomendó Julio. Saltando entre mariposas amarillas y palabras en sánscrito colgando del alambre de tender la ropa,  encontré el pasaje cósmico donde Gabriel, emigrado de Macondo, visita el cuarto donde vive la Maga en París. Cada vez que visito esa puerta entre Rayuela y Cien Años, entre Gabo y Cortázar, vuelvo a constatar que es la literatura la que nos hace humanos.

Cuando me enteré de la ida de Gabo recordé pasajes, anécdotas (una con él desde lejos), me volví a asombrar con el tren cargado con miles de muertos. Recordé que a mi hijo le puse su nombre. Pensé en sus amigos, los que le acompañaron alevosamente, cuando Gabriel se zambulló en su propia novela y nos llevó por su Cartagena, donde escribió al amparo del silencio generoso del segundo piso en una casa de putas.

Quiero enumerar algunas señas y coincidencias que me ha dejado este hijo ilustre de las aliteraciones, que nació en un pueblo que parece recitado por un papagayo, Aracataca:

  •        Melquíades, con su sombrero alado, cargando su atanor y sus pergaminos. Tantas veces muerto. Pienso en él como en Merlín, si es que no fueron el mismo: un viejo mago, tejedor de casualidades con sabor a conjuro. Un errante inmortal, condenado a patear esta tierra, hasta que solo queden ellos.
  •        El sabio catalán. Yo tuve el mío. Llegó un día a Santiago de Puriscal, cargado de libros viejos. Abrió una tienda de compra y venta que me quedaba justo en el camino entre el colegio y la casa. Pasé tardes inumerables, ahí metido, leyéndole libros sin pagar y comprando alguno que otro, de vez en cuando.
  •        El palacio del  Otoño del patriarca, donde “vimos las oficinas y las salas oficiales en ruinas por donde andaban las vacas impávidas comiéndose las cortinas de terciopelo….” Me lo encontré en Puerto Príncipe, Haití, a fines de los 90 cuando el país empezaba a despertar del primer golpe de Estado contra el inefable Aristide. En el hermoso palacio presidencial que dominaba el Champ de Mars todo estaba vacío. En las salas deshabitadas, con esporádicos muebles rasgados, solo me encontré con un perro, dormía a pierna suelta en el centro de la habitación. El tiempo parecía detenido en esos salones que presenciaron los desmanes de uno de los dictadores que inspiraron a Carpentier y al Gabo: François Duvalier.
  •        La cándida Eréndira. Hace muchos años, una joven, ansiosa de saber y de leer, me pidió prestado ese libro. En la edición de Oveja Negra, la portada trae a la triste Cándida desnuda. Su madre encontró el libro y lo rompió, mientras la insultaba, por blasfema.  Me devolvió el libro, mártir como la cándida, roto por la incomprensión y el desprecio… el libro lo conservé como a un héroe y el mundo ganó una lectora apasionada.

  •        El amor en los tiempos del cólera: Pedro estaba enamorado de Lourdes y necesitaba instalársele en el alma, a como diera lugar. Yo estaba terminando de leer la primera edición del nuevo libro de García Márquez, corría 1985 u 86. Pedro miró la portada amarilla con el barco negro y entonces lo supo – Mae, me dijo, los libros son del que los necesita. Y se llevó el libro, y se casaron y los quise mucho. Cuando Pedro murió fui a visitar por última vez su legendaria biblioteca. Despacio, peregriné por los lomos hasta que lo encontré. Estaba ahí, atestiguando que para el amor no hay tiempo ni límites.
  •        Gracias al Gabo, leí Todos estábamos a la espera de Alvaro Cepeda Samudio, un libro que él califica como “el mejor libro de cuentos que se ha publicado en Colombia”. También conocí y profundicé la literatura de su amigo Alvaro Mutis, quien también partió recientemente.
  •        Con tiempo de morir la película de Alí Triana con guión y diálogos de García Márquez y Carlos Fuentes, el realismo mágico se manifestó, no solo en el lento mecer del tiempo que llevó a Juan Sáyago y al hijo de Esteban Trueba a un duelo medieval, sino en las bellas y trágicas locaciones, en la ciudad de Armero, poco antes de que desapareciera bajo la avalancha del Volcán Nevado del Ruiz.


Sería de nunca acabar, talvez porque uno no le quiere decir adiós. Así que no se lo digo. Quizás, como Remedios la Bella, solamente se envolvió en las sábanas y dejó que se lo llevara el viento.



El espacio del Gabo en mi biblioteca
  


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Luis Rolando Durán Vargas
América Latuanis