domingo, 6 de junio de 2004

Haitiando 1: De Puerto Príncipe a Pétionville






Puerto Príncipe es una ciudad costera, en el vértice del Golfo de la Gonave. El mar Caribe, apacible e indolente la mayoría del tiempo, no parece a tono con la convulsa realidad de esta ciudad cuya población se multiplicó por 10 en cincuenta años y cuyas condiciones de habitabilidad se deterioran a un ritmo escalofriante.

El paisaje de la ciudad te salta a los ojos, con montañas de desechos acumulados en los cauces de ríos y quebradas. Los cerros que la rodean, antes llenos de árboles, hoy están llenos de cemento. Un forro irregular de bloques superpuestos invade todos los espacios, desde el lecho puro del río, hasta las partes altas del cerro. Los dólares que vienen de los Estados Unidos  proveen los recursos necesarios para la compra de los materiales y la construcción. Una total anarquía termina vistiendo los cerros de gris.

Cuando se logra circular desde Puerto Príncipe a Petion-Ville, se  encuentra una imagen profunda, mística. No es exageración ni lugar común, sino la realidad de un país donde, al decir de Alejandro Jaén, tres siglos coexisten sin animarse a terminar ninguno. La ruta entre la ciudad principal de Haití y su suburbio burgués, no tiene siquiera acera, lo que hay es un largo mercado de pequeños puestos adonde se vende de todo:  podés comprar una coca light, una tanga brasileña – sin ella – o un pedazo de riel de algún tren de quien sabe que parte del mundo (que ojalá no se haya descarrilado).

La ruta se puede hacer por la vía de Bourdon o por Canapé Vert. La primera en medio de la maraña urbana, y la segunda bordeando los cerros, y mirando al mar. Por igual, la subida o el descenso, según sea la pena, tomará mucho tiempo porque el embotellamiento en la ciudad es casi estático. Los protagonistas cambian de motor y carrocería, pero la fila parece siempre la misma, con gritos que se repiten y “claxones” en concierto. En verano, los flamboyants – llamas del bosque llaman por aquí a estos árboles – tiñen de un rojo encendido los bordes de la ruta y hacen que la mirada se pierda largos ratos tratando de entender esa intensidad y su contraste con el mar.

A los lados de la carretera que monta, los tributarios y drenajes de los ríos están llenos de construcciones, pilas de casas que se hacinan una contra la otra, en la falsa rotundez que les da el cemento. En algún momento, como siempre, como cada año, el río volverá a bajar por ahí, acumulando pertenencias y barro, y recuperará su espacio.

De noche, ambas vías se convierten. La gente se pone alrededor, enciende una pequeña luz – candelas, carburas, kerosen, lo que sea – y despliegan otra vez su oferta, matizada ahora por la penumbra y la indecisión luminosa. Uno va subiendo en la sombra y esas pequeñas luciérnagas le rebelan miles de siluetas como arena movediza. Es como estar en cuadro de Goya, con esas luces misteriosas que se mezclan con la oscuridad, que se vuelven una sola cosa. Luz y noche fundidos en un brillo latente, con enfoques escondidos que solo el ojo avizor o acostumbrado logrará descifrar.

Petion Ville, la parte high del país no tiene alumbrado eléctrico. En 100 metros uno se hunde en la negrura redundante. ¡Es que no es lo mismo estar en medio campo y sentirse en la oscurana, que hacerlo en una ciudad! Las luces están recluidas, son exclusiva pertenencia de hoteles y restaurantes, y otros establecimientos parecidos, de los que ahora aparecen muchos. Haití es un país de vida de dura. La gente trata de sobrevivir y lo cotidiano está lleno de ruido, y acumulación de miseria, en lo urbano y de silencio y acumulación de miseria en el campo. Sin embargo, que curioso, la gente parece estar feliz, camina sonriendo, baila y canta. Enfrentan su vida con la filosofía añeja del desposeído, de quien solo se puede valer de sus manos, su ingenio y los guiños con que el corazón le contribuye con puntualidad.

De Puerto Príncipe a Petion Ville, la suerte puede traer un viaje rápido, o al menos entretenido, pero traerá siempre un son, un ritmo, una lección de sobrevivencia, un guiño, una risa.


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Luis Rolando Durán
América Latuanis