jueves, 30 de septiembre de 2004

Haitiando 3: Gonaïves




Fecha: 18 de setiembre de 2004
Ruta: Port au Prince – Cap Haïtien (Caribenter)


En la mañana del 18 de setiembre de 2004 me encontraba en Cap Haitïen. Una ciudad puerto que atestigua todavía una vieja gloria, un glamour perdido en algún recodo de su historia, o a lo largo de ella. En estos días, sus más de 100.000 habitantes se apiñan en una estructura urbana fragilísima, donde la pobreza extrema en la que vive la mayoría es tal, que termina pareciendo normal. ¿Amargo cinismo o simple ajuste de expectativas? No sé.

Ese año, la temporada de huracanes del Caribe se salió por completo de su comportamiento, digamos, habitual, y 18 tormentas se aparecieron sobre las aguas cálidas de este mar, tan engañosamente tranquilo. Por esos días, el Huracán Ivan (lo llamaron Ivan, el terrible) había pasado muy cerca, se metió en Cuba y Jamaica y causó graves daños. En Cap Haitien las cosas funcionaron, y los pequeños pero eficientes comités que se habían organizado en muchos de los interminables barrios marginales, que constituyen una gran mayoría de la estructura de vivienda de la ciudad - habían funcionado bien. La gente estuvo alerta y preparada para lo peor, que no llegó.

Cerca del mediodía supimos que las cosas se estaban complicando y en el aeropuerto local los vuelos estaban desbordados. Logré salir de ahí cuando el piloto de una avioneta, muy aburrido, me dijo que iba solo, sin copiloto y me ofreció acompañarlo. Después de una hora de sobresaltos estaba en Puerto Príncipe, casi al mismo tiempo que comenzó la lluvia. Un aguacero furioso que no parecía querer parar nunca. Curioso. El nuevo huracán, Jeanne, se estaba alejando hacia al norte, y estaba por entrar en tierra cubana. Sin embargo, sus bandas nubosas llenaban de humedad el territorio haitiano, uno de los más degradados del mundo. Con menos de un 5% de cobertura forestal, Haití es un país donde la esperanza de la recuperación ambiental es bien escaza. 

Esa noche las aguas bajaron en avalancha por los cerros desnudos. Nadie lo supo y nada estaba preparado, para avisar o evacuar. La mastodóntica misión de “estabilización” de las Naciones Unidas, que inundaba las calles haitianas con descomunales 4x4 y miles de soldados por todo el territorio, no fue capaz de organizar nada previo, en un país de catástrofes anunciadas. Las fuerzas argentinas fueron de las primeras en avisar, cuando su hospital en Gonaives fue devastado y los soldados y médicos estaban en los techos desamparados. Protectores desprotegidos y angustiados. 
Inundaciones en Gonaïves (foto aol.com)


El desorden descomunal en las agencias internacionales aumentó las proporciones del desastre. Un país intervenido, sin cabeza ni concierto, debió enfrentar una crisis de ese tamaño con sus mínimas instituciones totalmente eclipsadas y atomizadas por un aparato internacional disfuncional, ocupado en otras cosas, y pescado en el mayor de los despistes.

Al bajar las aguas, miles de muertos se confundían entre el barro y los escombros. Gonaives, la ciudad gloriosa, donde Jean Jacques Dessalines proclamó la independencia en enero de 1804, la zona caliente inmanejable, el centro y núcleo de la revuelta independentista, cuando en América Latina eso apenas era un sueño, se tuvo que doblegar ante su propia historia. 
Las últimas lluvias de un huracán lejano inundaron la miseria y la basura acumuladas, la falta de gobierno, la anarquía territorial. 

Nunca se sabrá cuántos fueron. Las cifras oficiales dicen 1.316 muertos y 1.097 desaparecidos. Anónimos, muchísimos de ellos. Sin cajas de pino ni llantos particulares, porque no había como hacerlo en una fosa común. Porque no había como reconocer a cual masa deforme allá apilada había que despedir. 

Apenas supieron del miedo. Miles, quizás sin conciencia colectiva, sin aviso de que fueran tantos, sin el consuelo de la compañía. Murieron uno por uno, una por una. No fue la lluvia la que barrió con su miseria, fueron todos los años de brutal abandono los que bajaron por los cerros en avalancha, los que se metieron por las calles, arrastrando la basura sin tiempo.

A los adioses también se los llevó la lluvia, en una canción honda y lastimera.



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Luis Rolando Durán
América Latuanis

domingo, 22 de agosto de 2004

Haitiando 2: Saint Marc y Desdunes





Fecha : Marzo 2004
Ruta :  Puerto Príncipe – Mirbalais – Saint Marc  - Desdunes


Desdunes es una pequeña comunidad, de unos 10,000 habitantes que queda en el municipio haitiano de Artibonite, cerca de Saint Marc, en la zona de planicie frente al mar Caribe. Llegar solo a Saint Marc, en época de convulsión política era de por sí muy complicado y el viaje se realizó por una antigua carretera que lleva a la zona central del país (Haut Plateau Central), puesto que debía pasar por la comunidad de Mirebalais.

En el camino, las fuerzas irregulares de Guy Philippe, el extraño general que encabezó la revuelta contra Jean Bertrand Aristide, estaban apostadas a su gusto, realizando los controles de seguridad y tránsito, pese a que en el país ya estaba instalada la fuerza de paz de las Naciones Unidas. Llegando a Mirbalais, un niño de unos 14 años, con una ametralladora AK47 en sus manos, detuvo el carro de la Cruz Roja Francesa en el que viajábamos. Mirarlo, a su edad, con su traje descocido de militar antiguo, y con la vida de todos nosotros en sus manos bisoñas, preocupaba con hondura, pero más profunda podía ser la sensación de dolor e impotencia ante un hecho como este, tantas veces repetido. 

Para subir a la meseta central, es preciso atravesar buena parte de la planicie frente a la bahía de Puerto Príncipe, para luego comenzar a subir por una carretera alucinante, que parece sacada de una fotografía de la Segunda Guerra Mundial: algunos islotes de asfalto aquí y allá, sirven para recordar que antes trató de circular el progreso. Hoy, esta ruta está llena de profundas excavaciones de material, que exponen al cielo abierto la entraña nacional.

Desde Mirebalais se observa el Valle del Río Artibonite. Una región rica, que aporta al país una gran parte de la base alimenticia y de la dinámica económica. El río Artibonite baja caudaloso e irriga esta zona, hasta llegar a las planicies, que muy frecuentemente inunda. En uno de los extremos de la bahía de la Gonave está Gonaïves, la tumultuosa ciudad de donde salió la independencia y muchos otros movimientos populares, casi al centro de la Bahía se encuentra Saint Marc, un municipio costero.

Esta zona vive en inundación casi perenne. Uno de los principales problemas tiene que ver con el manejo de las represas hidroeléctricas en la vecina República Dominicana. Cada vez que abren las compuertas, las comunidades aguas abajo sufren inundaciones y avalanchas. La misma historia de siempre, donde las empresas consideran la destrucción y muerte de otros como fuerza mayor, y razón de protección de la inversión y la infraestructura.

Sin embargo, la población de Saint Marc y varias de sus secciones comunales tratan de manejar la situación, aún en medio de la carestía total, tanto de recursos como de opciones. La Cruz Roja Haitiana, con apoyo de la Cruz Roja Francesa desarrolló un proyecto para apoyar la organización comunal, y aportar al menos algunos elementos para mejorar su capacidad de “autoprotección” que más o menos quiere decir “dado el abandono y las limitaciones, hagamos lo que podamos”. En este contexto, en la comunidad de Desdunes se organizó un puesto de socorro, con un mínimo de materiales para atender las frecuentes situaciones de emergencia que se dan. 

La comunidad, asentada en una planicie que a veces es polvo y casi siempre barro, es una reunión de construcciones mínimas de adobe. Cuesta imaginar como resistirán la próxima lluvia. Pero la gente está ahí, alrededor del pequeñito “post de secour”, unos hablando, otros gritando, otros mirando socarronamente, probablemente burlándose de nuestra angustia compungida, de nuestras ganas ingenuas de quedarnos y ayudar en algo. Los blancos que llegan con radios y medicinas y luego se van, con la libreta llena de garabatos y dibujitos, con las intenciones henchidas y la nariz saturada del olor a barro y a gente, a humanidad básica.

El puesto es una cuadrado de 2 x 3, con algunos estantes y una camilla. Es parte de una casa de adobe, pequeña, mínima. El espacio fue cedido por los dueños, para uso comunal. Aún en la mayor de las necesidades la gente da, la gente presta, cede para otros. 

En medio de la conversación me logro escabullir. Detrás, sentado en el barro seco hay una persona. Un hombre recio, que se adivina muy alto. Juega con una varilla y mira al vacío. Su cara negra, parece labrada en relieve, tan llena de barro seco como su casa, su cuarto y sus hijos. Observa desentendido, ajeno al barullo de la visita. Parece uno de esos a quienes nada le vale, de los que no se integra ni participa. Me siento a la par de él, en el irrenunciable barro y no se que decir. Quizás porque no tengo absolutamente nada que decir. Me mira, profundamente, con unos ojos llenos de pequeñas líneas rojas. Tampoco me dice nada.

Alguien se acerca y lo saluda. Le pregunta porqué no está en la reunión, si la casa es de él y también el esfuerzo de organizar la comunidad. El lo mira, igual que a mi, y sigue sentado, jugando con su varita, mirando al vacío. Mirando al barro, fuente y final de todo lo que nos rodea.


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Luis Rolando Durán 
America Latuanis

domingo, 6 de junio de 2004

Haitiando 1: De Puerto Príncipe a Pétionville






Puerto Príncipe es una ciudad costera, en el vértice del Golfo de la Gonave. El mar Caribe, apacible e indolente la mayoría del tiempo, no parece a tono con la convulsa realidad de esta ciudad cuya población se multiplicó por 10 en cincuenta años y cuyas condiciones de habitabilidad se deterioran a un ritmo escalofriante.

El paisaje de la ciudad te salta a los ojos, con montañas de desechos acumulados en los cauces de ríos y quebradas. Los cerros que la rodean, antes llenos de árboles, hoy están llenos de cemento. Un forro irregular de bloques superpuestos invade todos los espacios, desde el lecho puro del río, hasta las partes altas del cerro. Los dólares que vienen de los Estados Unidos  proveen los recursos necesarios para la compra de los materiales y la construcción. Una total anarquía termina vistiendo los cerros de gris.

Cuando se logra circular desde Puerto Príncipe a Petion-Ville, se  encuentra una imagen profunda, mística. No es exageración ni lugar común, sino la realidad de un país donde, al decir de Alejandro Jaén, tres siglos coexisten sin animarse a terminar ninguno. La ruta entre la ciudad principal de Haití y su suburbio burgués, no tiene siquiera acera, lo que hay es un largo mercado de pequeños puestos adonde se vende de todo:  podés comprar una coca light, una tanga brasileña – sin ella – o un pedazo de riel de algún tren de quien sabe que parte del mundo (que ojalá no se haya descarrilado).

La ruta se puede hacer por la vía de Bourdon o por Canapé Vert. La primera en medio de la maraña urbana, y la segunda bordeando los cerros, y mirando al mar. Por igual, la subida o el descenso, según sea la pena, tomará mucho tiempo porque el embotellamiento en la ciudad es casi estático. Los protagonistas cambian de motor y carrocería, pero la fila parece siempre la misma, con gritos que se repiten y “claxones” en concierto. En verano, los flamboyants – llamas del bosque llaman por aquí a estos árboles – tiñen de un rojo encendido los bordes de la ruta y hacen que la mirada se pierda largos ratos tratando de entender esa intensidad y su contraste con el mar.

A los lados de la carretera que monta, los tributarios y drenajes de los ríos están llenos de construcciones, pilas de casas que se hacinan una contra la otra, en la falsa rotundez que les da el cemento. En algún momento, como siempre, como cada año, el río volverá a bajar por ahí, acumulando pertenencias y barro, y recuperará su espacio.

De noche, ambas vías se convierten. La gente se pone alrededor, enciende una pequeña luz – candelas, carburas, kerosen, lo que sea – y despliegan otra vez su oferta, matizada ahora por la penumbra y la indecisión luminosa. Uno va subiendo en la sombra y esas pequeñas luciérnagas le rebelan miles de siluetas como arena movediza. Es como estar en cuadro de Goya, con esas luces misteriosas que se mezclan con la oscuridad, que se vuelven una sola cosa. Luz y noche fundidos en un brillo latente, con enfoques escondidos que solo el ojo avizor o acostumbrado logrará descifrar.

Petion Ville, la parte high del país no tiene alumbrado eléctrico. En 100 metros uno se hunde en la negrura redundante. ¡Es que no es lo mismo estar en medio campo y sentirse en la oscurana, que hacerlo en una ciudad! Las luces están recluidas, son exclusiva pertenencia de hoteles y restaurantes, y otros establecimientos parecidos, de los que ahora aparecen muchos. Haití es un país de vida de dura. La gente trata de sobrevivir y lo cotidiano está lleno de ruido, y acumulación de miseria, en lo urbano y de silencio y acumulación de miseria en el campo. Sin embargo, que curioso, la gente parece estar feliz, camina sonriendo, baila y canta. Enfrentan su vida con la filosofía añeja del desposeído, de quien solo se puede valer de sus manos, su ingenio y los guiños con que el corazón le contribuye con puntualidad.

De Puerto Príncipe a Petion Ville, la suerte puede traer un viaje rápido, o al menos entretenido, pero traerá siempre un son, un ritmo, una lección de sobrevivencia, un guiño, una risa.


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Luis Rolando Durán
América Latuanis